19970121. Prohibir adivinadores y astrólogos.
Lo tiene crudo. Con mucha moral, en más de un sentido, la Asociación de Usuarios de la Comunicación ha pedido a las televisiones que rechacen los anuncios de adivinadores, astrólogos «y demás profesionales de lo oculto», en cumplimiento de la ley, que prohíbe la publicidad «que apele al miedo o a la superstición».
Difícil. Porque no sólo está de por medio el lucro de los directamente interesados, incluidas las televisiones. Es que hay otras asociaciones, más poderosas y respetadas, que también viven del miedo que crean a lo invisible e indemostrable; y para esas asociaciones, la aplicación efectiva a otros de esa ley sería un precedente muy peligroso: «Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar». Y desde la sombra se esforzarán -en aparente paradoja- para que queden impunes esos competidores a los que de ordinario ferozmente denuncian.
P.D. Ya los prudentes Padres de la Iglesia de los primeros siglos advertían el no condenar con demasiado detalle los ritos paganos demasiado parecidos a los propios.
19970207. Es peligroso meter a Dios en el campo.
El tema es discutible, y discutido; pero creo que la señora Ministra de Agricultura le ha hecho un flaco favor a Dios al atribuirle oficialmente las buenas lluvias, cosecha y subida del 22% de la renta agraria de 1996. Porque entonces, en pura lógica -y yo soy teólogo, además de (sobre)vivir de la agricultura-, también hay que atribuirle a Dios las malas lluvias de este año, las sequías de otros y el descenso a largo plazo de la renta agraria, de modo que el resultado en definitiva es ¡ay! muy deudor. Y no sólo para la agricultura. Muchos, teólogos o no, opinamos que sería un padre muy sádico y cruel el que, pudiendo crear por el mismo precio un mundo mejor para sus hijos, se decidiera por uno como éste -incluida esa Ministra- «para que hiciéramos méritos».
En todo caso, si es lícito mezclar la meteorología con la teología, y todo esto con la política, esperamos que de modo no menos oficial y público otros miembros del Ministerio de Agricultura se arriesguen también a hacer declaraciones sobre los éxitos agrícolas, basándose ya sea en parecidos impulsos religiosos (pero adjudicando esos éxitos, según su también respetable opinión, a tal o cual santo, o al acuático Neptuno o la fecundadora Cibeles, cuyas estatuas ocupan puestos de honor tan cercanos al Ministerio), o bien apoyándose en el estudio científico de los ciclos climáticos o incluso en las tan agnósticas leyes del azar.