RESPETO PARA TODOS
¿DIOS… O TU IDEA DE DIOS?
Tanto creyentes como ateos afirman que el hombre concibe a la divinidad «a su imagen y semejanza», tal y como él es y vive: existen pues tantas concepciones de Dios como personas. Dentro de la más estricta ortodoxia católica, por ejemplo, se dan hoy visiones tan distintas como el agustinismo y el franciscanismo, por un lado, y el jesuitismo y el opusdeismo por otra, para no hablar de las concepciones de los ermitaños del desierto, los inquisidores o los curas obreros.
Subrayémoslo: no vemos las cosas como son, sino como somos. Cada cual tiene una imagen distinta, fabricada por él mismo, es decir, un fetiche de la divinidad. Cada cual tiene un poco el Dios que se merece. «Un buen Dios es la más noble obra del hombre». Pero no faltan los desaprensivos que pretenden ser los únicos intérpretes válidos de la verdad, y hacen de Dios su propiedad privada, exigiendo que todos se adapten servilmente a sus concepciones teológicas y códigos morales. Esos mezquinos imaginan un Dios como ellos, mezquino, autoritario, cruel.
Haciéndose como dioses, pretende comprender plenamente, y además ellos solos, tan gran misterio. En realidad, ellos necesitan, más que nadie, ampliar su Dios y, para lograrlos, conseguir un suplemento de alma, que les permita ser lo que originariamente significa la palabra «católico«, es decir, universales, capaces de aceptar y amar a todos los hombres. ¡No nos dejemos engañar por quienes son tan limitados que creen saberlo todo!
INTOLERANCIA
La intolerancia religiosa constituye de hecho la mayor amenaza a la fraternidad y la paz entre los hombres, las familias y las naciones. En efecto, pocos son los que se atreven a decir que su raza es superior a las demás, declarándose racistas. E incluso los más nacionalistas deben reconocer que su país es sólo una pequeña parte del mundo, y respetar a otros nacionalistas, condenando el imperialismo. Pero son muchos los que todavía proclaman que su religión es la mejor, no sólo para ellos, sino para todos, y pretenden imponerla, menospreciando a los demás. Sacralizan así su orgullo, se tienen por el pueblo escogido, el único digno y moral. Y con demasiada frecuencia, sacralizando su nacionalismo o su racismo, emprenden «santas» campañas de opresión y guerra contra los demás. Como dijo el Padre Juan de Mariana: «No hay enemistades mayores que las que se forjan con voz y capa de Religión, porque los hombres se hacen crueles y semejantes a las bestias fieras»; y, como afirmó Pascal, «nunca se hace el mal tanto y con tanto placer como cuando se hace por una convicción religiosa».
La historia nos muestra el cíclico resurgir de esos fanáticos, que adulteran la religión para satisfacer sus ansias de poder, su perverso deseo de oprimir religiosamente a los demás. Pero «nada hay más contrario a la religión que la violencia» (San Justino), ya que «la religión que se impone con la violencia se convierte en política» (Cardenal Lercaro).
ESPAÑA Y AMÉRICA
Veamos un ejemplo concreto: la intolerancia religiosa en el choque de civilizaciones entre España y América, según contaron sus protagonistas.
Colón afirmaba que los indios, «inocentes», «como niños» (es decir, inferiores), estaban desnudos hasta de ideas religiosas, por lo que se harían fácilmente cristianos. Otros, con el mismo fin de apoderarse de sus cuerpos y de sus mentes, afirmaban lo contrario, como Tomás Ortiz ante el Consejo de Indias: que los indios «son como asnos, abobados, alocados, insensatos» y «no quieren mudar costumbres ni dioses».
Son las razones del lobo, oficializadas en la famosa requisitoria para que se sometieran al Dios y al Rey de España: «Si no lo hiciérades /…/ vos sujetaré al yugo de la Iglesia y a sus Altezas e tomaré vuestras personas e vuestras mugeres e hijos los haré esclavos». Ante la resistencia de los indígenas, los soldados «les queman las casas y quitan la libertad, diciendo que es mejor que sean esclavos que no que vivan en sus vicios» (Padre Diego de Rosales). Llamando principios «naturales» a los principios acostumbrados en su país (Pascal), los conquistadores no dudaban en ver la paja en el ojo ajeno, criticando las costumbres «antinaturales» de los nativos para justificar sus propias rapiñas, violaciones y muertes… para «salvarlos».
Cuando los misioneros comenzaron a catequizar a otros indios, «estos les escucharon cortésmente al principio, hasta que empezaron a demostrarles lo absurdo de sus creencias paganas; pues entonces les reprocharon con amargura su falta de educación. Decían que ya que habían tolerado con toda tranquilidad que se les dijera las cosas increíbles que les habían contado, su deber era al menos actuar de la misma manera» (Lafitau). Mencionemos también la protesta de aquel jefe indígena, al que iban a matar los españoles, quien declaró que si los españoles iban a ir al cielo, el prefería no ir allí (Fray Bartolomé de las Casas); y aquellos indios chilenos, según P. Borges, a quienes «no les cabía en la mente la concepción de un Dios tan cruel como el de los cristianos», quejándose también, como los códigos mayas, de ese Dios que «no habla sino de pecado»:
En América, por tanto, y después en Asia y África, los indígenas comprendieron pronto que se les quería hacer mirar al cielo para robarles la tierra; buscando, no su bien, sino sus bienes. Bajo excusa de «salvarlos», se les menospreciaba, robaba y violaba física, económica y culturalmente. Los pocos misioneros y colonos de buena fe no servían en definitiva, aun contra su voluntad, sino como pantalla para ocultar la opresión de un pueblo por otro.
CONCLUSIÓN
Contra lo que sostienen quienes, por fanatismo u otros intereses inconfesables, quieren imponer como única su propia concepción de Dios, e interpretan en forma mezquina que fuera de su grupo religioso no hay salvación hay que tener claro que no es mejor quien tiene las mejores ideas sobre Dios, sino el que es honesto, es decir, cumple con su conciencia.
El que realmente es nuestro hermano no es siempre el correligionario, sino el que, incluso con ideas diferentes, muestra ser solidario con su prójimo, como en la parábola del herido de Jericó. En definitiva: quien dice que es religioso, que ama a Dios, pero odia a su hermano, es un mentiroso (San Juan evangelista). Sólo el amor permite comprender a fondo a los demás, más allá de las diferencias y limitaciones, e incluso errores en el campo religioso y moral; limitaciones y errores de los que, quien ama, no se declara farisaicamente libre, ni encasilla a nadie con una única y definitiva etiqueta religiosa o moral, porque las personas valen mucho más que sus ideas.
Cuidado pues con los que, escudándose tras un símbolo religioso (cruz, media luna, estrella de David, etc.) no dudan en condenar a la muerte eterna, e incluso a muerte temporal, a otros seres humanos porque no tienen exactamente las mismas ideas que ellos sobre Dios, o sobre alguno de los ritos religiosos. Son los mismos que, sedientos de poder y de sangre, condenarían al infierno y a la hoguera, con «santa cólera moral» a, por ejemplo, los polinesios que no tuvieran las mismas normas de comportamiento, las mismas limitaciones en su conducta, los mismos tabúes que ellos.
¡CUIDADO CON TODOS LOS FANATISMOS!
Nota final: Todo cristiano debe estar de acuerdo con cuanto aquí se dice. Pero, movidos por sus intereses particulares, algunos torcerán el gesto. Como aquel pastor anglicano que, preguntado por un feligrés si alguien podía ir a cielo sin ser anglicano, y tras pensárselo mucho, contestó: “-Sí, pero ningún caballero de verdad se aprovecharía de esa oportunidad”.
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Estas reflexiones, fruto también de muchos diálogos y reformas durante décadas, se iniciaron durante la graduación en Antropología de su autor, basándose sus primeras ediciones, de modo preponderante, en una concatenación de pensamientos de personajes de muy diferentes culturas, como refleja folleto el reproducido a continuación.