Valor y coste de la salud y de los médicos

La salud y la vida son sin duda un gran valor. Hoy existe la tentación de anteponerlas siempre a todos los demás valores, de considerarlas «el valor» absoluto, principal e incluso único. Se acepta así con frecuencia el argumento de que sin la vida nada sirve lo demás, como en otra línea de pensamiento se cree haber asegurado la primacía absoluta de la economía diciendo que sin recursos económicos todo perece, o sin libertad o poder político no se puede hacer nada.

Hay que recordar pues que en ocasiones no sólo existe el derecho, sino incluso el deber de anteponer algo a la propia vida. La idolatrización de la vida, como de cualquier otra cosa que erigiéramos en absolutos, nos alienaría, no nos permitiría vivir, nos convertiría en Pusilánimes y cobardes. «Por vivir no hay que perder los motivos para vivir». Si la vida se justifica en sí misma (no hay que buscar una explicación exterior) esto se entiende de una vida plena, equilibrada: «un perfecto estado de bienestar físico y mental»(OMS).

Esta actitud equilibrada, de sentido común, no encontraría oposición si no existiera un sector poderoso que, como cuerpo (con las lógicas excepciones individuales) está interesado en hacer pagar demasiado caro al público su propia salud. Nos referimos fundamentalmente al cuerpo médico.

Cuando un sector social experimenta un fuerte avance o retroceso respecto a los demás, los miembros de la sociedad que lo representan se encuentran en general en condiciones relevan-tes: los militares, por ejemplo, adquieren más importancia después de una victoria, pero también -con algunas purgas- des pus de una derrota que hay que vengar. Los médicos no son excepción, y en los momento de sus mayores fracasos fueron exaltados como salvadores individuos que al parecer sanaban milagrosamente enfermedades corporales. En nuestros días es obvio que el enorme prestigio e influencia de los médicos está ligado a la victoria sin precedentes sobre la muerte.

Los médicos pretenden legitimar sus tendencias diciendo rue les debemos la (nueva, añadida) vida que hoy disfrutamos. mero esto es simplemente falso. En las guerras antiguas los soldados hacían ellos mismos sus arcos y flechas, cazaban su sustento y se desplazaban a pie o en sus caballos, matando al enemigo con el vigor de sus brazos; la victoria era pues funda-mentalmente suya. Hoy las guerras son totales: el alimento y transporte depende de los no combatientes, las armas tampoco son hechas por ellos: el Japón no se rindió al avión que bombardeó Hiroshima, sino al pueblo norteamericano. En la lucha contra la muerte, la parte de los médicos es todavía menor. Muchos de los progresos sanitarios no son siquiera concomitantes, sino anteriores a los progresos médicos propiamente tales. Más aún: los médico no salo no han sido los autores de muchos de los más eficaces Progresos médicos, sino que muchos de ellos y, en ocasiones, sus mismas corporaciones, se han opuesto a medidas de salud pública, que iban contra sus intereses de tener muchos enfermos: así se ha dado gran oposición a la vacuna antivariólica y otras, a la reducción de la natalidad e incluso al saneamiento de las aguas, como en general a la medicina preventiva. De modo que, lejos de ser los que prolongan nuestra vida, los médicos son no pocas veces el peor, el más directo enemigo de nuestra salud. «El médico gana en proporción al número de enfermos que ha tratado; le conviene pues, que las enfermedades sean numerosas y largas… se arruinaría si todo el mundo muriera sin enfermedad; y lo mismo le pasaría al abogado si todo pleito se arreglara arbitralmente» (Fourier).

Esa última frase pone las cosas en su punto: El médico no es el «ángel» que una autopropaganda bien orquestada pretende vendernos hoy para que creamos que hace milagros y no cometamos el sacrilegio de discutir sus honorarios; pero tampoco es un demonio. Es, simplemente, una pieza más de un régimen que hace que el hombre sea un lobo para el hombre. Su corrupción es con todo más odiosa porque juega de un modo inmediato con la vida de los demás, ungidos y debilitados por la enfermedad. La profundidad y eficacia de este chantaje la manifiesta también el hecho irrebatible de que, como cuerpo, la profesión médica sea la mejor remunerada en muchos países.

En su intento de imponer su medicocracia, el «Poder médico, la dictadura de los galenos, estos no han cesado de exigir privilegios. Así han llegado a considerar «humillante», e inaceptable que una Facultad o Instituto de Medicina dependa de un «laico», no médico. Unos médicos guatemaltecos revelaron cándidamente la pretendida legitimación de esa nueva tecnocracia: «El abogado y el eclesiástico pueden perder los bienes materiales que se recobran y tienen precio, los médicos tienen la vida del hombre, que no tiene precio y el don divino del cielo puesto en las sagradas manos del médico». Presunción, repitámoslo, tan difundida como errónea. Todas las profesiones tienen que ver con la vida, y por tanto con la muerte. Como notaba Camus, hay que darse cuento que «el hombre no puede hacer el menor gesto sin que éste pueda hacer morir». Más aun: ningún médico en cuanto tal puede ser responsable de tantas vidas o muertes como el hombre religioso que, por ejemplo, predique el valor salvífico de la resginación ante la esclavitud o el hambre. Lo mismo se diga del abogado que defiende una tiranía sangrienta y hambreadora. Aun dentro de los mismos predios de la medicina, hace tiempo que se sabe que los factores sociales, como la buena o mala administración de los hospitales, cura o mata tanto o más que la medicina.

De ahí que no hayan sido pocos los médicos que, fieles a su profesión de salvar vidas, han dejado en ocasiones la rara ello entonces relativamente ineficaz profesión médica para buscar vías más eficaces. Así Juan Bautista Justo, médico fundador del Partido Socialista argentino, escribía en 1896: «Cierto día, al retirarme fatigado del hospital, empecé a preguntarme si aquella lucha contra la enfermedad y la muerte que absorbía todas mis fuerzas era lo mejor, lo más inteligentemente humano que podía yo hacer… ¿No era más humano ocuparse de evitar tanto sufrimiento y tanta degradación? Pronto encontré en el movimiento obrero el ambiente propicio a mis nuevas y fervientes aspiraciones». Es bien simbólico que el fundador de la ciencia económica fuera un médico, Quesnay, que buscaba descubrir y mejorar la circulación de los recursos vitales en el cuerpo social. La historia nos muestra muchos otros casos, como Marat y Virchow en Europa, y el Dr. Francia, el Che Guevara y Salvador Allende en América.

Concluyamos pues, con más razón que Clemenceau cuando hablaba de la guerra y los militares, que la salud es algo demasiado importante para que abandonemos su control en manos de los médicos. Todos tenemos que contribuir a mejorar nuestra vida. Todo técnico, de cualquier rama, es bienvenido a cooperar en esta tarea. Pero toda tecnocracia que busque el monopolio de esta vida (como antes de la otra) es una amenaza literalmente mortal, contra la que debemos luchar en defensa de nuestras mismas vidas.