20150610. No hay puta libre.
“Quede claro: No hay puta libre”. Así de rotundo termina su artículo en un diario de gran difusión J. M. Reverte. Por supuesto, tiene razón: nadie es libre del todo, aunque se lo crea. Como él, al escribir, para ganarse la vida, como todos, y pontificando de qué manera hay que “salvar” a las trabajadoras del sexo, enviándolas hoy al paro, como antes a la cárcel. Con la enorme falta de respeto –el fin le justifica los medios- de confesar que no sabe del tema, como muestran sus infundadas y hasta falsas afirmaciones y su ignorar que incluso en esta época de crisis que tanto ha hecho aumentar el colectivo, un tercio de ellas lo hacen vocacionalmente. Algo que sería difícil de encontrar en colectivos más numerosos, como las “domésticas” o los peones de albañil, sobre cuya libertad no recuerdo que se haya preocupado ese señor. Manipular y denigrar el trabajo de vocacional y útil de esas mujeres libres sí constituye una seria prostitución de su oficio de escritor.
La clave todo ello es que el sexo sigue siendo para él, al menos subliminarmente, por más que diga lo contrario, innecesario y asqueroso, vamos, una vergüenza, por lo que le resulta increíble que alguien se dedique a ello por gusto, y menos una mujer (de los caperos, Reverte no dice nada). Su placer coincide, desde ese peculiar sector de la izquierda española con el ideal la más rancia y pacata derecha española, que nunca ha abandonado de verdad: Salvar al pueblo del cochino placer de tener un placer conforme a la naturaleza. ¡Qué país, el único en que joder, jorobar, fastidiar, es sinónimo de follar!
20150808. La desnuda “Utopia” de un santo.
Al ver por primera vez a su esposa sin maquillaje tras la noche de bodas, su marido la ha denunciado por un feo fraude. Su país, Argelia, es todavía en gran parte un lugar distinto del que soñó hace medio milenio el canciller inglés Tomas Moro. Porque este señor propuso que, para evitar esos disgustos, que antes de casarse los novios se vieran desnudos (y, se supone, limpios de polvo y paja, como dice el refrán). Su consejo ha sido muy seguido en Europa, por países, al menos en eso, reales y prudentes, no utópicos. Y no concluyo que el señor Moro -¡vaya apellido, en este contexto!- tenía más razón que un santo, porque él lo fue, canonizado por su martirio, y no en el matrimonio, como imaginaría quizá un malpensado, sino perder la cabeza de otro modo, a manos del verdugo por defender al papa más que a su rey.