Sexo y religión en la historia

CONFLICTOS MUNDIALES Y PERSONALES

Dos guerras mundiales y, desde 1945, más de 50 guerras «menores» han ensangrentado el planeta en este siglo y, con las armas nucleares y otras, amenazan permanentemente a todos. Los conflictos de intereses económicos de grupos se han enmascarado y justificado pasando a ser «cruzadas» contra tales o cuales principios, y para «pu­rificar» el mundo se tiene a gloria destruir la vida de millones de personas, incluso conciudadanos. Urge, pues, revisar los origenes, en parte comunes, de civilizaciones tan distintas como las de los Estados Unidos, Rusia, Alemania o Japón. Solo comprendiendo cómo se formaron sus ideologías, se podrá pasar de una inestable y superficial tole­rancia del pluralismo internacional y nacional a una segura y satisfactoria convivencia.

Estas paginas sintetizan, en algunos de sus as­pectos, esa gigantesca revisión de la historia hu­mana a la que tantos especialistas han dedicado lo mejor de sus vidas . No será fácil leerlas, por la densidad de su contenido y, sobre todo, porque analizan algunos de los elementos mas «intoca­bles», tabús, de las ideologías, como son el sexo y la religión. Pero mejor conocimiento de nuestros orígenes sociales no solo puede mejorar mucho la paz colectiva, sino también la individual. Estos análisis, al parecer tan abstractos y distantes, pue­den contribuir a resolver algunos de los proble­mas mas inmediatos y personales de cada cual. «Quien tenga oídos para que oiga». Se puede encontrar una visión ampliada de este texto en el libro DIOS Y DIOSES (Editorial Laertes. Barcelona) del Dr. Martín Sagrera.

LOS CAZADORES PRIMITIVOS

Durante todo el paleolítico, es decir, durante más del 95% de la historia de nuestra especie, la humanidad vivió de la caza, reservada a los varo­nes, y de la recogida de vegetales «silvestres» en­comendada a las mujeres. La ausencia de sistemas de numeración y de calendario impedía relacionar el coito con el parto, por ser actos separados por 270 días en promedio, y por que todo coito no lle­va a la concepción. Por eso, como revelan antiguos mitos y los «primitivos» del siglo XX, los cazadores desconocieron el papel del varón en la reproduc­ción, y estimaban que la fecundidad era solo de las mujeres. Esa fecundidad, que constituía su má­xima aspiración para sobrevivir, la procuraban pues fomentar su magia y su religión con repre­sentaciones sólo femeninas de la divinidad. La misma familia esta centrada en torno a las muje­res: las madres y sus hijas (matrilineaje). Esta ex­clusividad familiar y mágico-religiosa de las muje­res hacía que el dominio masculino fuera menos fuerte de lo que seria después, y ejercido con fre­cuencia por el hermano de cada mujer (tío de la prole), y no por quien cohabitaba con la mujer, el padre (sin saberlo)de los hijos.

EL «PARAISO» HORTICULTURAL: DESCUBRIMIENTO DE LA FECUNDIDAD DE LO SEXUAL

En torno al décimo milenio antes de nuestra era en zonas privilegiadas por su fecundidad, el varón comenzó a domesticar los primeros anima­les de cría, y la mujer a cultivar las primeras plan­tas, cambios que permitieron pasar del nomadis­mo a la sedentarización y del parasitismo respecto a la naturaleza, a dominarla, multiplicando ani­males y plantas. La abundancia de la alimentación y su equilibrio (carne y vegetales) permitió una vida más sana y menos trabajosa, que ha quedado señalada en la Historia como época edénica o pa­radisíaca (es decir, literalmente, horticultural). El contacto diario con animales, que se reproducen en menos tiempo que el hombre, y los primeros calendarios agrícolas, hicieron descubrir el papel del varón en la reproducción (y, por tanto en el de la mujer, que no recibe pasivamente la fecundi­dad de místicos «efluvios» sino que podía fomen­tarla según se relacionara con el varón). La reli­gión y magia de la fecundidad no se dirigieron ya a una fuerza monista impersonal, representada por la mujer como mero receptáculo de la misma, sino a una divinidad plural, «politeísta», con prin­cipios y representaciones masculinas y femeninas, a los que se encomendaban varones y mujeres y con los que cooperaban para fomentar la fecun­didad uniéndose carnalmente. El coito tenía un nuevo sentido no solo placentero ( como cuando se desconocía su influencia en la reproducción), si no también transcendente, mágico-religioso, por cuanto era una cooperación necesaria para la obra suprema de perpetuación de la especie, acción que seguía siendo considerada como fun­damentalmente divina, ya que no bastaba coitar para reproducirse, si el Cielo no bendecía esa unión.

Más aún: todo el nuevo arte de reproducción de la naturaleza vegetal y animal (agricultura y ganadería) necesitaba también esa bendición ce­leste que fructificara campos y animales; de ahí que todo el sistema agrícola, desde la labranza y la siembra hasta la cosecha, fuera un proceso inin­terrumpido, no sólo de técnicas materiales, sino de ritos mágico-religiosos de fecundidad, y que el mismo coito humano fuera la expresión más com­pleta, transcendente de ese nuevo «sacramento de salvación». La «buena nueva» era que la huma­nidad podía cooperar con la divinidad en el acre­centamiento de la fecundidad humana y de la naturaleza en general; el contenido último de esas religiones de misterios era, pues, la manifestación y celebración ritual de la sexualidad como (co)fe­cundadora con la divinidad, del cosmos: «llueve, concibe».

LA «CAIDA» EN EL SISTEMA AGRICOLA «HIPERSEXUAL»

Los especialistas están de acuerdo en que lo que expulsó a la humanidad del paradisíaco siste­ma horticultura’ fue el exceso de población. «Las instituciones perecen por sus victorias» y las bue­nas condiciones de vida disminuyeron la mortali­dad, originando una explosión poblacional que los escritores tradicionales interpretaron (del mis­mo modo que todavía interpretan algunos la ac­tual explosión poblacional) como una explosión de sexualidad. Por supuesto, sin sexualidad no habría reproducción (ni vida). Pero lo que arrojó del paraíso horticultura’ no fue el exceso de se­xualidad, sino de procreación, lo que no sólo no es lo mismo, sino que con frecuencia es lo más opuesto, como hemos expuesto en nuestro libro El Subdesarrollo sexual: a más hijos, menos placer sexual. El «el pecado original» no fue, pues resul­tado de una orgía erótica, sino de una alienación y represión del instinto y placer sexual en pro de una reproducción excesiva, sin limites prudentes.

El aumento excesivo de población de los horti­cultores les obligó a aumentar el espacio, tiempo y esfuerzo destinado a la agricultura, que puede dar de comer a más bocas. Con esto se rompió el equilibrio de su dieta entre carne y vegetales, per­judicando su salud. También adquirió un mayor esfuerzo físico para obtener mayores cosechas, sembrando más y peores terrenos, antes reserva­dos a los rebaños. La mayor dependencia de los vegetales hizo también más inestable su econo­mía y su misma sobrevivencia en los años de cose­chas insuficientes. Todo esto tuvo que aceptar una humanidad tan multiplicada que necesitaba una agricultura intensiva.

Durante un primer período, el papel de las mujeres fue más y más importante, como el de los vegetales a los que ellas estaban ligadas. Los cul­tos de la fecundidad se hicieron cada vez más fre­cuentes, como la necesidad de alimentos; y al ser esta alimentación vegetal, se concentró el culto en las grandes diosas de la vegetación, la Madre Tierra (Tiamar, Cibeles), recordando esto en parte los antiguos cultos exclusivos a la representacio­nes femeninas de la divinidad previos al descubri­miento de la paternidad. De esa época datan los vestigios de matriarcado que estudiara Bachofen.

Pero el encumbramiento del débil es preludio de su mayor sometimiento. Los varones, despoja­dos por la agricultura intensiva de su esfera eco­nómica, la de los animales, se rebelaron y se impu­sieron a las mujeres, arrebatándoles su esfera eco­nómica vegetal, con la excusa de que ellos eran más aptos para la agricultura intensiva, trabajosa, por su mayor capacidad física personal y por po­der emplear en ella sus animales (caballos, bueyes, camellos) mediante la invención del arado. Y la multiplicación del rendimiento agrícola que así consiguieron, pareció legitimar su triunfo que su­puso «la gran derrota histórica del sexo femeni­no» (Engels).

En el plano ideológico (político-religioso y se­xo familiar), esa «masculinización» de la economía agrícola se justificó invirtiendo las concepciones biológicas precedentes: como antes de las muje­res, ahora se dirá de los varones que son los únicos fecundos y que por eso deben encargarse de la agricultura: la mujer queda reducida al mero de­pósito, a la bolsa que contiene el semen masculino. En consecuencia, se negara también el papel de la

cambio a las fuerzas que le permiten vivir a él: a un Júpiter que saca a Atenas de su cabeza (pri­mando la concepción intelectual y masculina suya sobre la fecundidad material y femenina del agri­cultor); a Marte, dios de la guerra que le permite vencer a los campesinos; a Vulcano, encarnación de la industria que le da armas militares y econó­micas con que dominar a los agricultores; a Mer­curio, dios del comercio (y del robo), que comple­ta ese dominio económico: es decir, a todas aque­llas fuerzas que le permiten vivir explotando a los campesinos. Su religión irá reduciendo la fecunda pluralidad de los dioses agrícolas a un solo dios, sin sexo y, por tanto, sin relación con la naturale­za, dios absoluto, sagrado, separado; tan por en­cima del conjunto de los hombres como el ciuda­dano cree estar de los agricultores.

Esa representación divina responde también a la falta de entusiasmo del ciudadano por una gran fecundidad personal: los hijos en la ciudad cuestan mucho y producen tarde y poco; la sexua­lidad, y la mujer que pare los hijos, son, por tanto, menospreciados, y se achaca todos los males (con y por los agricultores) al culto a la fecundidad, a la sexualidad, a la mujer. El ciudadano pone, pues, su meta en fines no reproductivos, en perpetuar­se… en la memoria de sus conciudadanos, en sus obras más que en su descendencia. Descargará, si, su sexualidad, pero lo hará en buena parte con prostitutas, homosexuales y otras formas de se­xualidad no reproductiva que surgen espontánea, naturalmente, incluso entre otras especies, en cir­cunstancias de hacinamiento, como las de las ciu­dades: todo estaría permitido, menos el culto a la reproducción de los campesinos, identificados con el mal.

LA SEXOFOBIA PATRIARCAL Y MONOTEISTA DE LOS PUEBLOS PASTORES

No todos los pueblos «cayeron» en las redes del más que dudoso progreso de la agricultura in­tensiva. Los pueblos que vivían en regiones menos fértiles, las esteparias, no pudieron adaptarse a la agricultura. También hubo otros pueblos que, por vivir en regiones intermedias, u otras causas, no alcanzaron la etapa agrícola y fueron echados de su paraíso horticultural, de su tierra que «manaba leche y miel», por los mucho más numerosos pue­blos agrícolas, debiendo emprender un exilio a las regiones esteparias que no codiciaban los agricul­tores. Las condiciones propias de esas regiones les fueron obligando a desarrollar una economía ba­sada cada vez más en los animales domesticados, es decir, una economía cada vez más masculina, perdiendo la horticultura, y con ella las mujeres, su importancia socioeconómica. Los pocos brazos que le pide el pastoreo hizo innecesaria la multi­plicación de personas, que la pobreza del suelo hacía, además indeseable, degradándose también por este capítulo la posición social de las mujeres (sin que fuera obstáculo para esto el que los pas­tores adoptaran las entonces nuevas ideas bioló­gicas de que sólo el varón es fecundo: según las razones del lobo, la mujer seguía siendo culpable de excitar, al menos con su presencia, a que el va­rón derramara su semilla). Los pastores, excluidos de las mejores tierras por los agricultores, sentían que todos sus males provenían de esa exclusión y expolio de «la tierra prometida», por culpa de la excesiva fecundidad de los ahora agricultores, que les había llevado a abandonar el antes común y paradisiaco estadio horticultural, hasta cambiar la religión, ofrecien­do á la divinidad cultos de fecundidad (vegetales) y no ya sacrificando animales, hasta eliminar por envidia ál buen hermano que seguía aún la verdadera religión antigua, como hizo Caín con Abel, y fundar ciudades… Los pastores odiaban, pues, de modo especial aquella cultura de la fecundidad, de tinte marcadamente femenino; de modo que aun cuando los varones agricultores se apropia­ron de esos ritos agrícolas los pastores rechazaron esa reforma como «afeminamiento». Y su odio se­cular a los agricultores encontraba como cercano y fácil chivo expiatorio a sus propias mujeres, que esclavizaron, pues, más que ningún otro sistema social, creando el más puro patriarcado que cono­ce la historia. Cultura «de los patriarcas» que pre­cisamente por ser más «varonil», más pura (de to­da sexualidad), más noble (más propia de hidal­gos, de hijos de alguien, es decir, de varón) se con­sideraba predestinada a mandar, no sólo sobre las mujeres, sino también sobre los varones agrícolas, todavía, al menos en parte, hijos de madre por su familia (apellidos) y costumbres.

Correspondiendo a estas circunstancias cultu­rales propias, los pueblos pastores fueron fijando y concentrando sus ideales sociales en una con­cepción monoteísta de la divinidad. Nada más ló­gico ni más adecuado a su visión antiagrícola que negar la fecundidad en la divinidad, que fue así perdiendo su carácter plural, femenino y sexual anterior (horticultural), hasta convertirse en un dios único, negador de todo los demás dioses y diosas como falsos; un dios que «no se casaba con nadie», celoso de su soltería, autosuficiente, sin familia, sin sexo. Se le representa sin sexo y des­pués se prohíbe representarlo con un cuerpo. To­do lo terreno (agrícola), material (de «matar»), fe­menino, sexual, se considera así ser la negación misma de una divinidad cada vez más celeste, inmateriales, masculina, antisexual, única. La morada de la divinidad será el cielo, la luz, mientras que las fuerzas del mal tendrán, como la agricultura, su base en la tierra, en lo inferior (infierno), las tinieblas, a donde no querrán ir los au­ténticos varones ni muertos, incinerando su cadá­ver, en vez de sepultarlo. Ese dios monoteísta an­tiagrícola (y, por supuesto, anti-civilización) cons­tituye, pues, la expresión más clara de un pueblo pastor, que ve el monoteísmo su bandera, su «con este signo vencerás», con el que conseguirá los va­lores morales que le llevarán a imponerse a los de­, más pueblos, salvarse y salvarles de su paganismo (es decir, de su agricultura), sexualismo, etc.

LAS «BARBARAS» INVASIONES DE LOS PASTORES Y SU «CONTUBERNIO» CON LOS CIVILIZADOS

Por las características «revanchistas» antes ci­tadas, los pueblos pastores han tenido un marca­do carácter guerrero facilitando por su nomadis­mo (que les impone una estructura autoritaria), su movilidad, y las ventajas bélicas, los caballos, la fuerza física y alta estatura a la que les predispo­nía su dieta y selección natural, junto con otros varios factores facilitaron el que tomaran la deci­sión de invadir los pueblos civilizados, cuando su número también les predisponía a ello. El bárbaro o éxito con que impusieron sus valores en esas ci­vilizaciones sólo sorprende a los malos historiado­res: la verdad es que las invasiones fueron muchas veces preparadas y pedidas por los mismos ciuda­danos, que llamaron a los bárbaros para que les defendieran, como «legión extranjera», de la ple­be de sus ciudades y de los agricultores.

Ese contacto gradual de los pastores con la élite ciudadana facilitó la fusión de ambos grupos a pesar de su distancia aparente. En realidad, muchas eran las cosas que los unían: su alimenta­ción más rica, que hacía que su tipo físico, su «ra­za», fuera similar (respecto a la plebe y agriculto­res); su ritmo de vida, de poco trabajo y orientado al dominio sobre los demás; su cultura antiagríco­la, antisexual, antifemenina y patriarcal; su dominio más violento y desprecio «olímpico» respecto a sus subordinados, en un alejamiento mayor de las bases materiales de su sustento (los agriculto­res y la plebe), dominando más y más por la fuerza y por una ideología importada (de los pastores) en lugar de hacerlo mediante la prolongación o al menos la sublimación de las religiones de fecundi­dad indígenas.

LAS RELIGIONES DE SALVACION ASEXUAL EXTRATERRESTRE

El «contubernio» entre civilizados y bárbaros empeoró aún más que la situación de los agricul­tores la de la plebe urbana, ya innecesaria para dominar a los campesinos, que cayó, no sin rebe­liones, en la esclavitud y la marginación más com­pleta. Desesperada por experiencia de poder triunfar de sus opresores, esa plebe esclavizada comenzó a imaginar otra salida, que no consistía en la ya al parecer imposible solución real, visible, materiales y política a sus problemas, sino que se configuraba en el más allá del tiempo y del espa­cio; salvación en «otra vida» que justificaba el no seguir luchando por una liberación que parecía imposible; ideología que consolaba de los sufri­mientos presentes con la esperanza de satisfaccio­nes futuras.

Conforme a sus nuevos valores, hubo nuevas concepciones de la divinidad: los grupos esclavi­zados no adorarían, sin duda, ni pedirían a los dioses la fecundidad de las personas, puesto que sus hijos serían también esclavos; ni les interesa­ban dioses que dieran buenas cosechas, que enri­quecerían sólo a sus amos; ni dioses de la industria y de la guerra, ya que no esperaban como los pas­tores conseguir con su ayuda una victoria bélica intramundana. Pero sí aprendieron de los pasto­res, de aquellos primeros vencedores de sus amos, los dueños de la civilización, el concepto de una divinidad que era toda ella antisexual y antifecun­da, como rasgo central su inextinguible ansia de venganza contra una civilización que los había marginado, como ese dios ya había hecho real­mente con los pastores al darles el vencer a los ci­vilizados. Concibieron, pues, a un dios que les pre­miaría a ellos en el más allá y castigaría a todos los demás, los que habían gozado de la vida; su venganza sería completa, reirían los últimos, vien­do sufrir, condenados, a los ahora dominantes.

Estas religiones de salvación de los oprimidos urbanos fueron, pues, todavía mucho más abs­tractas que las de los mismos pastores, y más anti­sexuales, por cuando que los esclavos no tenían de ordinario posibilidad alguna de gozar de la sexua­lidad, sino de su misma fecundidad servía de mo­do muy real e inmediato para crear otros esclavo es para sus amos, y para agravar su opresión, mientras que la fecundidad, que a veces era mal vista por los pastores como causa de pobreza, otras era bienvenida para conseguir guerreros pa­ra luchar contra sus opresores. Las religiones de esclavos fueron no sólo más antiagrícolas, sino aún más directas y totalmente anticivilización que las de los pueblos pastores y, dando un último y en cierto modo definitivo paso, fueron también antipastorales, es decir, contrarias a los pueblos marginados reales y a su rebelión contra las injus­ticias reales de la civilización, proclamándose esas

A religiones de salvación paladines de la revolución permanente y total en este mundo y contra este mundo, buscando la muerte de todo para con­seguir otra vida (extramundana, intemporal) me­jor.

Escucharon cortésmente al principio, hasta que empezaron a demostrarles lo absurdo de sus creencias paganas; pues entonces les reprocharon con amargura su falta de educación. Decían que ya que habían tolerado con toda tranquilidad que se les dijeran las cosas increíbles que les habían con­tado, su deber era al menos actuar de la misma manera» (Letourneau).

A los caribes: «Se les decía que era preciso juntarse y hacer poblados, tener Padres para oír las palabras de Dios. —¿Y qué es Dios?, contestaban; y al decirles lo que era, se creían que eran cuentos fabulosos» (Froilán).

El rey al que iban a matar los españo­les le dijo al monje que si los españoles iban a ir al cielo, él prefería no ir allí (Fray Bartolomé de las Casas).

Los indígenas afirmaban en Chile, en 1580, al dominico que les catequizaba, «que no les cabía en la mente la con­cepción de un Dios tan cruel como el de los cristianos» (Pedro Borges). Cuando los jesuitas en el Paraguay hablaban del fuego del infierno, los indios «respondían con calma que ya encontrarían un medio para apagarlo» (Lugon).

Los japoneses no pueden compren­der a un dios con tan poca educación que se encolerice (Ohm).

¡CUIDADO CON TODOS LOS FANATISMOS!