Política – América Latina – 2004

20040511. Lula tima.

                             El presidente brasileño Lula ¿es “humilde”, al hacer ciertas declaraciones, o se revela en ellas como un descarado estafador? Porque ahora nos sale con que sus promesas electorales no se pueden cumplir sino en veinte años, y que él, como otros, dijo barbaridades para subir al poder.

                             La política, sin duda, no es una ciencia exacta, pero el señor Lula ha sido toda su vida un sindicalista, y candidato varias veces al puesto de presidente de Gobierno. No cabe, y menos en él, apelar a la ignorancia en las cosas propias del propio oficio.

                              Si Lula no sólo presentó para ser elegido su mejor cara y deseos, sino realmente exageró y mintió prometiendo demasiado –y lo de los “veinte años para cumplir” no dejan muchas dudas al respecto- es un demagogo y peligroso estafador… provocador, por reacción –como ya empezamos a ver en el Brasil- de dañinas revueltas sociales. Personalmente incapaz, o entregado a fuerzas contrarias a la justicia social, no le quedaría sino una salida digna: devolver el cargo indebidamente apropiado, dimitir él, en vez de obligar a hacerlo a algunos de los miembros más honestos de su gobierno, que se han esforzado por cumplir en lo posible sus promesas, compromisos, contratos electorales con el pueblo brasileño.

20040722. Bailes al servicio de tiranías.

                                      Poniendo el dedo en la llaga, Unamuno observaba que los jesuitas tenían sabios, sí, pero no en lo suyo, en ciencias religiosas. Hoy, habiendo perdido el apoyo de tantos especialistas en ciencias sociales y políticas que en un principio le apoyamos, el régimen de Castro intenta en vano prestigiarse recabando apoyos que no hacen sino poner más a las claras el razonado rechazo general a su larguísima, funesta e inhuman tiranía.  Así presionó indecentemente hasta hacerle ir a Cuba, poco antes de morir, para darle una medalla de fidelidad, y acaba de acompañarle oficial y propagandísticamente, con sólo su familia más íntima, al cementerio, a un famoso… bailarín.

                                    “De los muertos no se hable sino bien” decía un pésimo adagio romano, supersticioso no sólo por basarse en el cobarde temor a la venganza desde ultratumba del fantasma del difunto, sino porque, como indica la misma etimología de la palabra, ayudaba a sobrevivir, a perdurar acríticamente a las  peores costumbres del pasado, ejerciendo así ese prejuicio santificador de los difuntos una nociva función, no digamos conservadora –nada mejor que conservar lo que se puede conservar bien, como nos ha redescubierto la ecología- sino retrograda, corrompedora, como todo lo realmente pasado, incluyo ya podrido, que intenta presentarse como válido para nuestro consumo actual.

                                     Lo que debemos respetar sobre todo, de lo que tenemos tener más piedad, no es de los errores ideológicos de un viejo bailarín del que se aprovecha un viejo dictador para mantener el inestable equilibrio de su tiranía, sino de los tantos millones de cubanos oprimidos, empobrecidos, e incluso masivamente desterrados y hasta fríamente asesinados por tan despiadado, estéril y arcaico régimen, que hoy intenta ocultar sus crímenes tras el arte, como antes con el deporte, e incluso –aprovechando la ignorancia de quienes confunden la Cuba pre castrista con Haití- con la pretendidas realizaciones educativas –en realidad, adoctrinadoras- y sanitarias –ya antes muy importantes- del castrismo.

20040907. Benedetti y las dictaduras.

                «La dictadura -decían los titulares de prensa- dejó un legado de mezquindad». Todos nos sentimos derrotados, seguía Mario Benedetti, los emigrados, los que sufrieron la dictadura y los indiferentes ante los desmanes. Estas reflexiones se referían a Uruguay, pero, como es lógico, se aplican a las dictaduras de España… y de Cuba. Y añado lo de Cuba porque, a renglón seguido, Mario Benedetti elogia -¡en 1997!- «la figura admirable» de Fidel Castro, cuyo «régimen tiene sus méritos». Cruel dogmatismo, el que por imponer sus ideas no duda en sacrificar la libertad ajena a una dictadura, cuyos males a sufrido en carne propia. Aflora aquí el poco sutil racismo de quienes estiman que una «democracia… popular» está bien para los países tropicales.

20040907. Allende y su revolución.

                                   Allende sedujo a millones, dentro y fuera de Chile, porque se presentó como Salvador, como el médico de la cura milagrosa: la revolución pacífica. Y, en efecto, empezó tomando algunas medidas revolucionarias, devolviendo algunos derechos fundamentales, sociales y económicos, al pueblo. Pero no pudo seguir por esa vía. Porque los votantes de izquierdas, la Unidad Popular eran casi sólo un tercio; otro tercio votaba al centro (Democracia cristiana) o a la derecha, como ocurría desde hacía lustros.

                                   ¿Cómo hacer una revolución democrática «al tercio» de votantes? Allende podría haber intentado conseguir más partidarios, explicando a todos sus derechos, las razones de los cambios, los intereses que se oponían a él, los sacrificios requeridos; sin embargo, no se atrevió a hacer ningún tipo de «revolución cultural» a fondo «para no enemistarse más» con la Democracia Cristiana, la Iglesia, etc..

                                   El centro, como era de esperar, se alió con la derecha contra esos cambios revolucionarios de un Gobierno minoritario; pero ni aún entonces Allende permitió que el pueblo pudiera armarse para defender la democracia y sus derechos, por temor a que los otros creyeran que quería imponer una dictadura del proletariado; en cambio, puso a Pinochet -ya notorio ultraderechista- al frente de un ejército al que él también acostumbró a meterse en política, usándolo para reprimir la huelga de camioneros, etc.

                                   El golpe, previsible hacía tiempo, seguro desde hacía meses, anunciado hasta en la prensa en las últimas semanas, llegó sin que el gobierno de Allende intentara en serio una salida menos traumática para ese hecho que, en su conjunto, constituye el peor fracaso para todo Chile en su historia, impensable en el Chile anterior a su gobierno. En más de un sentido inmediato y directo, Allende es, pues, el responsable de Pinochet.

                                   No se puede tapar el cielo con la mano y, por obvios intereses personales e ideológicos, intentar ocultar -con lápidas, estatuas o conciertos, como ahora, a los 25 años- la carísima lección de la historia: el 11 de septiembre de 1973 es, sobre todo, la fecha de la derrota de Allende y de su incoherente proyecto político; no es «el día de su muerte» en abstracto, sino el de su suicidio; y no sólo de su suicidio personal, sino también -por lo que obviamente algunos quisieron ocultar su autoeliminación-, de su suicidio político.  

                                   Es imposible comprender por qué el mundo está hoy como está si no se asume la responsabilidad que en ello tiene el fracaso de la revolución chilena, como el de la española, la rusa y la cubana, entre otras. Es decir, si no se reconoce el papel capital (por supuesto, no único) que en esas derrotas tuvieron las propias contradicciones internas de la izquierda, en vez de achacarlo fundamentalmente a una derecha, interna o exterior, que en todo caso la izquierda no supo valorar y combatir como había que hacerlo.