Pobre el Sur

«De mis amigos me libre Dios, que de mis enemigos me libro yo». La sabiduría popular señala aquí la importancia de precaverse de los manejos de quienes, pre­sentándose como amigos bien intencionados, causan así mayores daños que los pro­pios enemigos confesos.

Acaba de tener un amplia difusión internacional un artículo de J. K. Galbráth con motivo del 25 aniversario de su libro «Por qué es pobre la gente», que luego, muy significativamente como veremos, se llamaría «La sociedad opulenta». En ese artículo Galbraith dice lamentar la indiferencia creciente de los Estados Unidos hacia la pobreza del Tercer Mundo, «a pesar» de su mayor opulencia esta­dounidense.

Ese «a pesar» ya debe ponernos en guardia: la economía es la ciencia de los recursos raros, y el más ignorante de los economista sabe muy bien (aunque a veces no quiera confesarlo) que la opulencia y la pobreza están dialécticamente relacionadas, que donde hay más marajás hay más parias y por lo tanto, como muestra el mismo cambio de título de su libro, que es lo mismo hablar de «La so­ciedad opulenta» que de «Por qué es pobre la gente».

Sería demagógico atribuir toda la pobreza del Tercer Mundo a la opulencia del Norte; pero no lo es menos olvidar, como este economista del Norte, que el desequilibrio económico y subdesarrollo del Sur debe mucho a ese Norte, cuya competencia industrial arruinó en el Sur la industria artesanal e impidió el adecuado desarrollo de la industria moderna; y cuyas influencias comerciales, políticas e incluso militares mantienen en ellos una estructura atrasada.

Todo esto olvida este desmemoriado economista, que no considera significativo al respecto el que los Estados Unidos, con el 6% escaso de la población mundial, consuma alrededor de la mitad de los productos no renovables del planetas, ni el que los mismos Presidentes estadounidenses hayan notado la imposibilidad de que todo el mundo se desarrolle al nivel de vida estadounidense, por la escasez de recursos naturales (L. Johnson), o incluso el peligro amenazador que supone la conexión entre la industria bélica y el ejército norteamerica­no (Eisenhower…al dejar la presidencia).

Galbraith pretende en cambio que las razones por las que los Estados Unidos se despreocupan de los pobres del mundo están en las dificultades de desarrollar­se que muestran los pobres, y en la inestabilidad política del Tercer Mundo.

Es decir, en círculo vicioso, pone como causas lo que son efectos inducidos de ese creciente subdesarrollo o empobrecimiento respecto al Norte, y achaca así sólo a los pobres las causas de su pobreza. Esto es lo que hacían los puri­tanos tradicionales, a los que Galbraith teóricamente rechaza en el plano in­terno para poder, con esa piel de cordero, emplear sus mismos argumentos en el plano internacional e intentar disculpar a su país de toda responsabilidad en el empobrecimiento de los demás. Si se aceptan sus premisas, no habrá ya obliga­ción de justicia de reformar las estructuras de explotación, sino sólo hacer un piadoso llamado -del que Galbraith no se priva como buen… puritano- a la cari­dad internacional para que supere la natural indiferencia que crearía esa preten­dida mala conducta de los del Sur.

Esa interpretación puritana, farisaica, se repite cuando Galbraith pasa del plano de la producción al de la reproducción. Achaca entonces el subdesarrollo del Sur al «compromiso de la gente sencilla a una procreación incontrolada», cuando las encuestas muestran que en el Sur se quieren menos hijos de los que hoy les sobreviven. Lejos de que fuera desde el Norte desde donde «se les ordenara que practicaran cierto control» las presiones reales han sido para impedirles ese control natal, desde las luchas en el seno de la OMS para que no se difundiera en la India sino el método Ogino (!) hasta las actuales restric­ciones de Reagan. Acabamos de escuchar las protestas de China por los recortes de Rigan al Fondo de las N.U. para el control natal (¿Qué inventarán ahora tan­tos izquierdistas de salón que lo rechazaban como algo de la CIA, confundiendo los problemas vivos y reales de población con un pseudomalthusianismo trasnocha­do?). Las asociaciones de planificación familiar que fomentan los Estados Unidos han sido un elemento eficaz para no resolver el problema, ya que nunca se ha lle­gado por ese medio a restablecer el equilibrio poblacional roto por la introduc­ción del control moderno de la mortalidad, como mostró alguien tan poco sospechoso al respecto como Bernard Berelson. Una vez más se comprueba que no hay mejor método para impedir que se haga algo que hacer creer que se encargarán de hacerlo «desde arriba».

El sistema, para perpetuarse, engendra pseudocríticos como Galbraith y, en los momentos más catastróficos, la pseudocaridad de ciertas organizaciones que «hacen el hospital después de haber hecho los pobres», en el doble sentido de haber contribuido a empobrecerlos con términos comerciales de intercambio desfa­vorables y de haber contribuido a que se multiplicara su número, y con ello tam­bién su pobreza, al obstaculizar el control de su reproducción. Al Sur, más que necesitar que se le dé una mano paternalista, le urge que se le quite la que se le tiene puesta encima