Para defender a los hijos contra los golpes y palizas de sus padres, se tuvo que recurrir en los países anglosajones, a falta de mejor asidero jurídico y social, a las sociedades protectoras de… animales. En España, gracias a Dios, esto no ha sido necesario, porque aquí queremos de verdad a nuestros hijos, piensan todavía algunos celtíberos. Y se escandaliza que la Administración estatal «malgaste los dineros públicos» subvencionan-do en parte una organización «por supuesto, de origen extranjero», en defensa de los , hijos, «Filium».
Ese falso patriotismo resulta ser, una vez más, la tapadera del depósito de nuestras basuras. Porque en España no solo se mal-trata a los hijos, sino que se hace más que en otros países, anglosajones o no. Nunca olvidaré el horror de aquel niño argentino al observar cómo los padres pegan aquí «naturalmente» a sus hijos. Según el juez López Mesa, unos 40.000 niños son maltratados por sus padres cada año, hasta morir un número importante por esa causa. Las estadísticas apenas registran una pequeña porción de esas tragedias.
Agravan aún más este cuadro el que, para muchos, el pegar a los niños indefensos no es solo un derecho de los padres, sino un deber: «Porque te quiero, te aporreo». El respeto a la otra persona, todavía tan precario a nivel de la pareja, como evidencian tantas docenas de miles de denuncias de mujeres maltrata-das (que antes tenían que callar-se sin más) es no solo violado, sino simplemente ignorado o incluso expresamente negado cuando se trata de los niños. El castigo corporal, aun en público y en frío, se realiza sin encontrar muchas veces la repulsa colectiva… Como no sea contra quien proteste de esa violencia. Y hasta hace poco, el artículo 420 del Código Penal excluía expresa-mente de pena «las lesiones que el padre causare al hijo excediéndose en su corrección».
El respeto democrático a nivel intergeneracional resulta aún para muchos españoles tan risibles como para el autoritario fundador de la dictadura espartana, Licurgo. Para ellos no cabe, al menos a nivel familiar, otra alternativa a «la anarquía y el caos» que el palo. Y al españolito que viene al mundo, las dos Españas, de derechas y de izquierdas, le calientan las nalgas o los carrillos con una unanimidad digna de mejor causa. Tantos golpes «educadores», aparte de hacerlo infeliz e incluso más propenso a accidentes, lo llevan a considerar como válido, o incluso como único modo serio, el relacionarse con los demás interponiendo la amenaza de violencias, incluso físicas. ¿Qué podemos esperar que sean de mayores esos niños? ¿Qué nos muestra una experiencia que, no por repetida y lamentada, parecemos aquí dispuestos en serio a evitar que se reproduzca?