Según la famosa «Ley de Trivialidad» de Parkinson, los temas más importantes se discuten con frecuencia menos, porque su complejidad los hace inasequibles… y porque hay muchos intereses por medio. Y, en efecto, está pasando casi desapercibida la aprobación de una nueva y nada trivial ley electoral que hipoteca gravemente nuestro futuro democrático.
El motivo de tan lamentable maniobra es el tan evidente como injusto beneficio que esa ley proporciona a los grandes partidos que la promueven. La atribución mínima de dos diputados por provincia da ventaja, incluso en esa Cámara, a ciertas provincias despobladas de mentalidad, digamos «rural», lo que atrae a AP y, por su localismo e ideologías afines, a los grupos parlamentarios vasco y catalán. La igualdad democrática que-da muy distorsionada, por no decir destruida: un soriano cuenta más que cuatro madrileños, y los parlamentarios, en palabras de J. S. Mill, representan, más que a las personas, «a los ladrillos y argamasa de la aldea», tras los que se esconden con frecuencia «notables» intereses de caciques.
El PSOE tolera el que se consagre esa injusta superrepresentación conservadora que le perjudica porque por su parte saca aún mayor tajada gracias a la manipuladora regla D’Hondt, que infla artificialmente la representación de los partidos más votados.
La corrupción antidemocrática de manipular las circunscripciones electorales para favorecer intereses partidarios se conoce desde 1812 con el nombre de un político con-servador de Massachussets, como «gerrymanderismo»; hoy y aquí se ha juntado a esa distorsión conservadora de ámbito provincial el otro tipo& guerrymanderismo que, a nivel no ya local sino de proporcionalidad nacional, constituye la regla d’Hondt, que favorece (por ahora) al PSOE.
Los directamente perjudicados han sido los partidos minoritarios, a quienes ese doble guerrymanderismo puede sonar a simple gansterismo, auténtico robo de sus votos; pero indirectamente salimos muy perjudicados todos por esa ley que, como dice el diario de mayo difusión nacional, constituye «una serle enfermedad de nuestro sistema democrático».
La democracia, si es algo, es el respeto a los derechos del hombre, de cada individuo y, por supuesto, de las minorías; es el sistema de poder de todo el pueblo, incluso el que en un momento dado no está representado en el gobierno mayoritario, que debe siempre respetar a individuos y minorías. Pero ¿cómo podrán reconocer las minorías la legitimidad democrática de un sistema que no admite ni su voz ni su voto, es decir, ni su misma existencia, si no se «disfrazan» dentro de un gran partido? Esto lleva al desmoronamiento interno de esos grandes partidos artificiales, al desinterés por todo el sistema político o a la oposición extremista, antidemocrática también, contra él: hechos todos de los que tenemos ya demasiados ejemplos recientes en casa como para seguir fomentándolos.
Nos resulta difícil comprenderlo y remediarlo porque cuando, como entre nosotros, no hay tradición democrática, se tiende a concebir como único poder político real y válido, como único capaz de gobernar seria y eficazmente, el poder absoluto, mayoritario, por parte de un solo partido. En España parece a veces hasta contradictorio hablar de mayorías antidemocráticas, apelativo que se reserva a las minorías, siempre sospechosas en esta «democracia diferente» hispana. Y hemos tenido cuarenta años de partido único, y «mayoría orgánica». Después UCD fue la heredera natural de ese sistema y, con todos sus méritos, su descomposición hasta su extinción reflejó esa misma concepción absolutista, de «o todo d nada», como un eco del «o rey o nada».
Tampoco el PSOE ganó esta mistificada mayoría absoluta por convencer a más de la mitad de los electores; también él fue el heredero del poder absoluto anterior, tras la muerte biológica del abuelo y la descomposición política de su inmediato antecesor. En 1982, la mayoría absoluta de los escaños parlamentarios del PSOE, el 58, correspondía en realidad a una minoría del 46,2% de los votantes (el 36,5%c los posibles electores); más aún, según confesión de Felipe González, apenas un cuarto de los votantes votaron propia y di-rectamente al PSOE (el otro cuarto que le voto fueron «votos prestados»).
Fue pues muy fuerte la tentación para el PSOE de canonizar, como ha hecho, a San D’Hondt, que le realizó el milagro de convertir su minoría del 46′, en una cómoda mayoría del 582j, para impedir que esos votos prestados le pudieran ser eficazmente reclamados en el futuro. Eso es lo que ha consagrado la nueva ley electoral, con la bendición del grupo conservador, que por la «derecha» distribución de las circunscripciones electorales conserva y «representa» mucho más de lo que en una buena ley le correspondería, y podría pues llegar a constituir con aún memos votos y representatividad real que el PSOE una ‘mayoría natural», expresión que revela el no tener idea de lo que es una democracia (o no desear) una democracia, al calificar de «natural, es decir, obvio, debido, inmutable y perenne lo que en un régimen auténticamente representativo es complejo, optativo, variable y temporal.
Los partidos dominantes ‘justifican» esa gravísima distorsión de la democracia y de la voluntad popular con excusas como «hay que evitar la dispersión del voto»; como si el votante fuera un menor que hay que tutelar hasta forzarle a elegir lo que no quiere; no es extraño- que, hartos de tanto «voto útil» forzado, cada vez sean más lo que se preguntan sí es útil votar, o incluso todo ese sistema tan falsamente representativo. También se aduce otra excusa basada en la dificultad que la multiplicidad de partido comporta para gobernar: argumentación que prueba demasiado, porque si de lo que se trata es de facilitar la labor de los gobernantes, su eficacia y rapidez, el régimen ideal no es el bipartidismo, sino el partido único, la dictadura. Muchas son en cambio las razones en favor de establecer una representación más proporcional, como la de Thomas Hare: además de la obvia y fundamental de ser más justa y democrática, el evitar las mayorías absolutas, aplastantes y omnipotentes, o también la confrontación maniquea entre un partido mayoritario así endiosado y una oposición también única y caricaturizada como el demo-nio o el malo de la película.
Como patrono que es de los poderosos, es difícil hoy desmitificar a San D’Hondt, a las «derechas» circunscripciones electorales, etc. Ciertas coyunturas lo favorecen, no obstante: como el mayordomo infiel del Evangelio, Miterrand acaba de restaurar una más democrática ley electoral, que significativamente eliminara antes el general de Gaulle, al encontrarse hoy Miterrand ante una más que probable pérdida de su mayordomía. Sería lamentable que tuviéramos que esperar a un cálculo tan mezquino para que el socialismo español reconociera ese elemental principio democrático. Por su propio interés actual y futuro le convendría hacerlo cuanto antes. Porque al confirmar y ampliar esa ley antidemocrática, el PSOE se ha hecho a sí mismo un regalo envenenado, mortífero. «El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente», recordaba Lord Acton. Una mayoría no absoluta hubiera sido mucho más saludable a largo plazo para el mismo PSOE; el prolongar la actual situación será cada vez más dañino para él y para todos.
Por los intereses creados que ya denunciamos no serán los otros grandes partidos quienes combatan esta usurpación legal de la voluntad popular, ni presenten aquí los en otros temas frecuentes recursos de anticonstitucionalidad, explicables en buena parte por la así consolidada actual mayoría que ellos califican por lo demás de «mecánica», lo que revela también el propio carácter antidemocrático y feudal, preindustrial, de esa ilusoriamente autodenominada mayoría «natural».
Quizá tendrán que ser los electores, tomando conciencia de la situación, quienes tomen el asunto por su cuenta y voten o «presten» por última vez su voto a quienes, entre otras cosas, les garanticen un sistema electoral con menos «prestamos» forzosos y distorsiones estructurales, más democrático, y por tanto más respetable y sólido, como sería deseable para nuestro país.