Los niños prodigio… de explotación

Las leyes protegen a los menores, impidiendo que sean empleados por sus padres u otros como mano de obra barata, tal y como ocurría en los comienzos de la industrialización. Así se protege al niño.. y de paso se evita la competencia laboral que pueden representar para los adultos. Esta «armonía económica», este matar dos pájaros de un tiro, no es sospechosa, dentro de ciertos límites, no siempre bien ponderados.

No faltan, por ejemplo, quienes se indignan cuando ven que los hijos de los campesinos pobres, o de los urbanos marginados, realizan ciertas tareas remuneradas. Pero si el ingreso familiar es muy bajo, y esto no puede ser obviado por sus padres ¿hay algo más lógico, imperativo más fuerte, dictado por el mismo instinto de supervivencia, que el que toda la familia, incluidos los niños, contribuya a mantenerla? Habría que dirigir esa indignación moral, tan fácil y cómodamente descargada contra esas víctimas de nuestro sistema social, al resto de nuestra sociedad, relativamente rica, pero que mantiene a esas familias en una condición de marginación, con-tribuyendo asi a la lamentable estadística que da la cifra de cuatrocientos mil menores que trabajan hoy clandestinamente en España.

Esa misma fácil indignación moral y superficial protección a los niños, que no remedia la masiva e hipócrita-mente disimulada explotación laboral infantil, se ejerce en ocasiones cuando en ferias o calles todavía se constata la existencia de algún niño saltimbanqui, hijo del pobre titiritero. Sin embargo, cuando desaparece ese sórdido ambiente de marginación y miseria, que es el que precisamente, a nivel inmediato familiar, lo hace más explicable, la opinión pública se comporta de manera muy diferente. Si el niño nada a tal velocidad o si corre más que el contrario, si gana partido tras partido, entonces prácticamente todos alientan su carrera y felicitan a sus padres, porque se trata de un «niño prodigio».

El publico no suele preguntarse, o se satisface con someras e interesadas respuestas paternas, sobre cual es libertad real de ese niño, qué esfuerzo le suponen esos logros, cuántas horas dedica al día a su entrenamiento, y cómo se prepara para el futuro en el terreno educacional y social. Lo que al público entonces le interesa es que ese niño, como ya es el orgullo de papá, se convierta cada vez más en el orgullo del pueblo, de la región, del país, sea más y mas «prodigioso», rentable en términos de prestigio y, por supuesto, a las instancias cada vez más amplias que ésto va sirviendo, de provecho económico.

La responsabilidad no es pues sólo de los padres, sino de una sociedad competitiva, que no sólo permite esos récords, de especialización caricaturesca de la persona humana desde temprana edad, en lugar de prohibir las competiciones, exhibiciones y profesionalización de los niños, sino que ha inculcado a sus padres un ansia de lucro o notoriedad que, cuando no pueden saciar plena-mente por sí mismos y solos, procuran conseguir modelando y deformando antinaturalmente a sus propios hijos, «por su propio bien».

En alguna ocasión estalla el escándalo: niños prodigios enfermos del esfuerzo, o golpeados para elevar su rendimiento. etcétera, pero cuando se actúa con discreción y la presión ejercida sobre el niño es más sutil, se diría que aquí no ha pasado nada. El tema es sin duda complejo, no solo por la responsabilidad que la sociedad comparte con los padres, sino porque no se pueden establecer siempre límites claros y precisos que determinen dónde empieza esa explotación. Que las hay, las hay, y a veces son tan evidentes que deberíamos estar más alerta, incluso legal-mente, para evitar que el niño precoz sea víctima de una explotación procaz, económica, física o psíquica, que le lleven a convertirse todo él en un «fenómeno», en un «monstruo», un «prodigio». de explotación.