Hay fabricantes que utilizan la denominación «light» pana vender productos inadecuados; y consumidores superficiales, que se apuntan a ésta como cualquier moda, aun la más intrascendente. Pero, de suyo, no sólo lo ligero «está aquí pana quedarse», sí que en adoptarlo, en buena y debida forma, nos va, literalmente, la vida.
Nos referimos al afirmarlo a los alimentos realmente ligeros, y las razones son, en el fondo, sencillas y muy comprensibles. Hasta el siglo pasado, el hablar de alimentos dietéticos para no engordar hubiera sido una burla sangrienta: nueve de cada diez personas eran campesinas, que vivían en un estado crónico de desnutrición, en «un ayuno perpetuo involuntario», que se hacía agudo antes de las cosechas, épocas en las que las religiones establecían, para consolarlos, los ayunos de Cuaresma, Ramadán, etc. Incluso los ricos, a quienes su mejor alimentación permitía vivir un poco más de tiempo que los demás, morían de epidemias antes que su posible obesidad pudiera serles muy nociva.
Desde el siglo diecinueve, la mejor alimentación, al irse generalizando, contribuyó a alargar la duración de la vida hasta que el exceso de alimentación ha hecho en el siglo veinte que en las clases y regiones desarrolladas «nos cavemos la tumba con los dientes». En Suecia, por ejemplo, durante la segunda guerra mundial, disminuyó la mortalidad que se debía al exceso de alimentación, gracias a la carestía propiciada por esa guerra. «Un centímetro más de cintura es un año menos de vida», por lo que aligerar la dieta se ha convertido, literalmente, en una lucha por la supervivencia, mientras que todavía mueren de subalimentación decenas de millones de personas cada año en el mundo.
Por otra parte, la obesidad era antes prestigiosa, por indicar que el obeso pertenecía a las «personas de peso», a los ricos, que en Florencia recibían el nombre de los «gordos», en contraposición a los pobres, «flacos»; y en algunas partes de África el crédito económico estaba en función de la anchura de la propia cintura o de la propia mujer, sometida en ocasiones a dietas «de engorde». Hoy, por el contrario, al poder engordar todos en las regiones desarrolladas, solo en las clases más bajas llegadas más tarde al amplioconsumo alimentario, es todavía prestigioso tener una mujer gruesa «a lo Rubens» o un niño «robusto», con una enfermiza gordura, que le perjudicará de por vida. Las clases altas pretenden distinguirse ahora por su cuerpo esbelto, nueva señal de riqueza, que pueden dedicar sus muchos ocios a cuidar ese cuerpo, practicar deportes y a mantenerse en forma. El ser «sedentario» y gordo no es ya privilegio de los de arriba, sino triste destino de quienes están atados a un puesto de trabajo que, a diferencia del agrícola tradicional, no conlleva un sostenido esfuerzo físico.
Este nuevo culto al cuerpo esbelto y ágil está ligado también a un culto a la sexualidad, que tanto en su práctica inmediata como en el atractivo, el «glamour» o «sex-appeal» que requiere para encontrar alguien con quien desarrollarla, exige una contextura física poco compatible, al menos en nuestra época, con una con contextura, digamos, búdica.
Todo esto muestra pues las importantes, sanísimas, vitales raíces del culto a los alimentos «ligeros». No es una imitación superficial de otros países, sino algo que está ligado a nuevos y positivos valores de la cultura industrial; costumbres a las que, por estar más desarrolladas, están ya más amoldados a los países más industrializados, en los que los productos más ligeros se unen mejores hábitos de vida, más ejercicio físico, un horario de sueño más ajustado al del sol, prácticas higiénicas más rigurosas y frecuentes, etc. Todo esto permite disfrutar más y mejor de la doble (duración de la) vida de que hoy disponemos casi todos, por lo que no hay que tomar lo ligero con ligereza.