Larga vida para todos

Esto, que no pasaba de ser un piadoso y utópico deseo hace un par de siglos, se está convirtiendo en una realidad que lenta e inexorablemente está modificando toda nuestra economía, nuestros comportamientos y nuestras mis-mas ideologías. La vida media era, en efecto, de unos 20 años en la edad de bronce, y aumentaba a 25 ó 30 años en circunstancias favorables, como en pueblos con buen equilibrio ecológico, o en las clases altas de las grandes civilizaciones. Los progresos en las condiciones de vida (alimentación, vestido, aloja-miento, higiene), más que los progresos médicos, hicieron que desde principios del siglo XIX la vida media aumentara rápidamente, hasta situarse en los países industriales en más de 70 años, es decir, más del doble que antes.

En la sociedad tradicional, morían un 25 por ciento de los niños al año de nacer, hoy, en nuestros países, menos del 2. Antes sólo llegaba a los 15 años el 50 por ciento; hoy, el 95. Y a los 65 años llegaba sólo el 3 por ciento, y hoy, el 75, y toda-vía les queda 15 años más de vida en promedio, ya no es válido decir con Montaigne: «¡Cuánto embeleso en esperar que la muerte sobre-venga con un desfallecimiento de las fuerzas que aporta la extrema vejez, y en proponerse este fin! Morir de vejez es tener una muerte singular y extraordinaria». Por el contrario, hoy hay que decir con Clerec que «La vejez no es ya el estado excepcional que no le llegaba sino a seres excepcionales, sino el término normal de la mayor parte de las existencias».

Al revés de lo que en ocasiones se cree, el «alarga-miento de la vida» no es pues una mayor duración biológica (al menos en límites apreciables y significativos), sino social: no se vive más tiempo, sino que son muchos más los que llegan a la vejez, los que consiguen una vida biológica completa. Si hoy llegan a los 65 años tres cuartos de los que nacen, 25 veces más personas que antes, lo que se puede y se debe decir es que se ha dado una «democratización de la duración de la vida»: no hay más (duración de) la vida, sino que está repartida entre más personas. El vivir mu-cho ya no es privilegio de las clases altas, sino de casi todas, al menos en los países industrializados.

Sabiendo que van a vivir mucho más tiempo, las personas cuidan cada vez más su salud, y su cuerpo. Ya no se desprecian tanto los va-lores terrenos, ni se considera la vida sólo como «una mala noche en una mala posada», sino que, aún dentro de la ortodoxia religiosa, a aquella visión centrada en el más allá eterno de modo exclusivo sucede ahora otra que tiene en cuenta la encarnación de lo espiritual en lo temporal, y aprecia los bienes de este mundo como dones de Dios.