“Definir al hombre como animal racional es, al menos, la definición más prematura que conozco” dijo un escritor inglés. Pocas cosas lo demuestran más que la indiferencia -fomentada, por intereses siniestros- ante los muchos estudios de laboratorio que muestran, desde las moscas hasta los monos, -y la historia entre nosotros-, el modo con el que la naturaleza regula el número de las especies sexuadas.
Cuando el espacio y alimentos abundan, el instinto favorece también una abundante sexualidad reproductiva, hasta alcanzar. Luego, a medida que va escaseando más el espacio y medios de subsistencia, ese ritmo reproductivo va decreciendo hasta casi desaparecer. Ese el proceso tiene forma de una S estirada, conocida como “la curva de Verhulst”.
Ese freno creciente al aumento de población se consigue en las distintas especies mediante el instinto que lleva al rechazo a las relaciones sexuales (puritanismo, en la Europa del Siglo XIX), utilización de prácticas no reproductivas (el coito anal, en los mochicas del Perú) u homosexuales (Sodoma y Gomorra, Atenas de Platón). Como complemento o sustitución de esos frenos, de no utilizarse esos remedios, se recurre al robo o asesinato individual o colectivo, es decir a las guerras por tierras o materias primas, (como los judíos hace muchos milenios o las guerras mundiales modernas).
Lo que nos distingue mucho a los humanos es que, impuestos por jefes aún guerreros nómadas, como eran entonces los judíos, que necesitaban muchos hijos para remplazar a los muertos en sus combates, perdure hasta hoy, -aquí por la presión ideológica añadida de las ramas cristiana e islámica del judaísmo- un antinatural y catastrófico impulso reproductivo, sin precedentes a escala mundial. como, triplicada la población mundial en 75 años, de 2.500 millones a 7.500 en 2017, y consumiendo cada vez más alimentos e incluso materias primas no renovables, provocando continuas guerras, epidemias y desastres climáticos.
La naturaleza suscita, como remedio, acelerada, la “moda” homosexual, instinto latente cuando no es necesario. Este, junto a otros frenos a la población, ha sido ya bastante aceptado en algunos países, aunque en otros, en que predominan ideologías y prácticas propias de otras circunstancias, esos frenos siguen siendo aún perseguidos, incluso a muerte, en territorios ya muy devastados por las peores consecuencias de este -con la medicina moderna- inaudito y pésimo diluvia poblacional.
Es, pues, muy necesaria una clara toma de conciencia global del problema, para sustituir los actuales bárbaros frenos al exceso de población con guerras, prohibición de anticonceptivos y de la homosexualidad. Habrá que insistir más o menos en unos remedios u otros, según sean viables de momento en cada cultura. Hemos de cooperar todos a frenar ese ya desastroso diluvio poblacional que la o la activa oposición de ideologías forjadas en muy distintas y e incluso contrarias circunstancias nos están llevado a tantas y tan variadas catástrofes; con lo estamos superando en irracionalidad, insistamos en ello, a muchas de las especies que calificamos despectivamente como tales. Y así nos va.