El declive del comunismo permite hablar de ciertos temas importantes sin que muchos lo vean todo rojo. Entre ellos, la célebre definición de la religión como «opio del pueblo». Falsa si se pretende sea la definición única y universal, filosófica, de su «esencia», era, y es, sin duda, muy acertada -de ahí su éxito- como definición sociológica de una de sus funciones; y así ha sido aceptada cada vez más incluso por católicos ortodoxos.
Sin embargo, la evolución histórica ha hecho obsoleta esa función de la religión, como la del mismo opio que, recordemos, era masivamente consumido por las clases trabajadoras en la Inglaterra donde vivió Marx, para no hablar de una China en la que el capitalismo primitivo lo importó mediante cruentas guerras. Porque el opio es un desahogo brutal correspondiente al trabajo brutal -en esfuerzo físico y horario- de ese paleocapitalismo, e incompatible en gran medida con él, por lo que el opio se consumía por la noche, en las fiestas, o en los grupos marginados por la enfermedad o el paro; cuando la epidemia opiácea se extendía más, interfería y llegaba a frenar el sistema económico.
En forma paralela, la religión como opio ocupaba tiempos o grupos marginados; en épocas de arrebatos místicos -fomentados por epidemias, guerras, etc.- la religión ya no era tampoco una válvula de escape, sino que interfería como el sistema económico, como en el Medievo tras la Peste Negra, en la India tradicional, etc.
En el capitalismo desarrollado del siglo veinte el opio fue sustituido progresivamente por el tabaco, desahogo menos violento de una explotación de ordinario más suave (para los casos más duros, quedaban las drogas duras, como cocaína o heroína, así como el alcohol puro en grandes dosis, sustituido en los demás casos por el light, la cerveza, etc.). Además, el tabaco tiene la gran ventaja (para sus beneficiarios reales) de no impedir simultanearlo con el trabajo (al revés: «tranquiliza», consuela, doma, para seguir trabajando más). Tampoco mata pronto, como el opio, sino después de 20, 30 o más años, permitiendo, pues, más años de explotación. Ni despoja de todos sus haberes a sus adictos, como el opio o las drogas duras, sino sólo de parte del remanente que permitiría cierta libertad y resistencia al trabajador.
En modo parecido, la religión ya no se presenta como una alternativa y oposición al trabajo productivo, sino como un complemento; no se desdeñan los bienes de este mundo; al contrario, el tener muchos, el consumismo, es señal que Dios nos bendice por nuestro buen trabajo, como a los patriarcas del Antiguo Testamento, superándose así el ascetismo puritano del capitalismo primitivo; la religión funciona pues, aquí y ahora, como nicotina, light, del pueblo.