La obra artística de Miguel Ángel

Entre todos los genios que nos legara el Renacimien­to italiano, ninguno se destaca por su universalidad y su fuerza como Miguel Angel Buonarroti. Nacido en el momento oportuno, -y acabando también de realizarlo por sí mismo- encarnó como nadie y plasmó insuperablemente en su obra aquella espléndida energía vital que animaba a los hombres de su época.

A lo largo de los 85 años de su vida (1475-1564), Miguel Angel practicó también la pintura, la arquitectura y la poesía; pero él es y se considera fundamentalmente escultor. Ya desde la infancia la profesión de su padre nurricio, modes­to tallador de piedra, debió darle una familiaridad e interés por ella que no haría sino ir creciendo con la edad; prefirién­dolo al bronce y a cualquier otro material. él amaba sobre todo el mármol, y hasta edad avanzada quería-41 mismo desbastarla, con brío tal que frecuentemente resultaba excesivo.

Durante su primer periodo artístico Miguel Angel se dedicó apasionadamente a la imitación de la escultura anti­gua, de la que tantos ejemplares poseía la Florencia de su época, especialmente la casa de Lorenzo el Magnífico, su temprano pro­tector. Ejemplo típico de esta etapa de su vida es el naturalis­mo de su «Baco», fijado magistralmente en el momento en que, sin haber abdicado plenamente su personalidad ante la ebriedad, se siente poseído por el vino en cada una de las fibras de su cuerpo; y fue precisamente esa imitación del arte clásico hasta la confusión fraudulenta con él lo que motivó su primer viaje a Roma.

En la Ciudad Eterna Miguel Angel concibió su primera gran obra personal, y la más netamente religiosa de sus escul­turas: la «Pietá». La misma naturaleza del tema, naturalmente desconocido para el arte clásico greco-romano, debió ayudarle a dar rienda suelta a su propio espíritu creador. El Cristo yacente en el regazo de María, dentro de su perfección anatómica, resulta a nuestro juicio todavía excesivamente frío -recordando un neoclasicismo a lo Cánovas-. rero la expresión de la jovencí­sima Madre está impregnada de una tal serena tristeza, pureza y ternura, que a priori parecería imposible poder encontrar en una piedra. Las dos figuras se encuentran enmarcadas y como arropadas -valga la redundancia- por la magnífica disposición del manto de la Virgen, estudio de ropaje que encontraremos de nuevo en el Moisés y que aquí completa y hace resaltar la belleza del cuerpo desnudo del Cristo yacente. El placer y el orgullo del artista ante su obra (sea auténtica o no la leyenda al respecto) nos lo muestra su firma visiblemente grabada en la correa que atravie­sa el pecho de la Virgen.

De vuelta a Florencia Miguel Angel nos deja su segundo «capolavoro» escultural: el David. Obra maestra ya de técnica, pues debe aprovechar un bloque comenzado, y algunos trozos de su­perficie permanecen inalterados; pero sobre todo golpe de genio, verdadero y simbólico exponente del ideal de un artista y de una época. Si el David que allí mismo esculpiera medio siglo antes Donatello se concebía pequeño, débil, triunfador sólo por la gra­cia divina, el gigantesco y arrogante David de Miguel Angel sien­te rebosar por todos sus músculos la energía de su propio ser y, considerando de hito en hito con el ceño fruncido la provocación del enemigo, su pie avanza instintivamente, presto a dar buena cuenta de su adversario. Este magnífico desnudo, que recuerda con sus acentros propios la mejor tradición clásica, consagró defini­tivamente la fama de Miguel Angel anta sus conciudadanos, y fue colocado honoríficamente en la plaza de la Señoría.

Aquí, como en todas las ramas del arte de Miguel Angel, su fecundidad nos impone una rigurosísima selección de obras, sacrificio tanto más lamentable cuanto a la fecundidad se une el genio. Sus mismas esculturas inacabadas, muy supe­riores en número a las otras y testimonio perdurable de las vicisitudes humanas o, más aún. del genio impaciente del ar­tista merecerían un estudio detallado ¡Cómo reflejan por ejem­plo los «esclavos» destinados a la tumba de Julio II la lucha titánica de la idea por liberarse de la pesantez y anonimato de la materia! Encontramos plasmada en esos bloques aquella evolución hacia lo perfecto y acabado, aquél impulso esencial del cosmos hacia el «punto omega» que ya describiera a su modo Platón y de cuya mística grandeza se hayaba impregnado el ar­tista florentino. ¡Quién sabe si precisamente por juzgar que la mejor manera de mostrar esa espiritualidad inmanente era ponerla al desnudo incluso en la materia informe fue por lo que Miguel Angel prefirió la escultura, para poder decir con orgullo:

Non ha l’ottimo artista alcun concetto ch’un mermo solo in sé non circonscriva
col suo soverchio; e solo a quello arriva la mano che ubbidische all’intelletto.

Sí: incluso el mármol tiene algo en sí que puede ser en alguna manera inteligible y divino; estrictamente ceñido por su ortodoxia cri tiene, Miguel Angel no sentía menos viva aquella comunión platónica con la Naturaleza aquella especie de panteísmo imprescindible a todo gran artista.

Sin embargo, con no menor fuerza esas estatuas inaca­badas nos testimonian, a pesar de aquella fe en su propia maes­tría que Miguel Angel nos muestra en sus versos, la grande y trágica verdad, la verdad que Raymond Bayer denomina central entre el arte y el artista, el hombre y su obra, y que ya expre­sara Platino: esto es, la inadecuación de la verdad expresada en relación a la verdad interior que desea exprimirse, desnivel que la mano del artista consigue ciertamente disminuir pero jamás colmar. y que hace de todo hombre, y en especial de todo artista, un insatisfecho perenne (Baudelaire).

Consideremos, para concluir el capítulo inagotable de la escultura miguealngelesca dos monumentos funerarios: el de los Médeci y el de Julio II.

El primero se encuentra enclavado en la Iglesia de San Lorenzo de Florencia, en la cámara denominada Capilla de los Médeci. Consta de dos estatuas sedentes, representando al Duque de Nemour y al Duque de Urbino, ambos en forma idea­lizada convertidas clásicas; el primero en actitud inquie­ta y vigorosa -como encontraremos insuperablemente en Moisés-y el otro, por contraste, sosteniendo con su brazo la barbi­lla, en plácida y perenne meditación. A los pies de cada uno de ellos se encuentran dos estatuas alegóricas. La Noche y el Día para el primero, el Atardecer y la Aurora para el se­gundo, y cuyo valor artístico quizá les sobrepasa, sobre todo la magnífica personificación de la Aurora, como mujer de ojos aún sólo entreabiertos, cuyo cuerpo todo se despereza y como se abre fresco e intacto, ofreciéndose amablemente a un vivir nuevo; y asimismo el Atardecer, ese hombre rudo cuya potente musculatura hace tanto más impresionante ese cansancio, ese agotamiento incluso, que su barbilla inclinada sobre el pecho y sus piernas cruzadas nos hacen palpablemente sentir.

El sepulcro de Julio II, por su parte, fue la obra que más sinsabores le costó, y que, de reducción en reducción, fué perdiendo el carácter de gran Mausoleo conque había sido proyectado, y aun así hubo de ser completado con estatuas de Raffaello de Montelupo y Tomaso Boscolo, entre otros. Con todo Miguel Angel ha legado a ese sepulcro una estatua única, jus­tificación por sí sola de una vida de artista: el Moisés.

Su vestido, al modo bárbaro -sinónimo de extraño, misterioso, sacro- está tratado aquí con una maestría que se reveló por vez primera en la «Pietá». Aunque sentado, la posición de pier­nas y brazos, que sigue el tronco, le dá una movilidad propor­cionada a la energía de sus trazos. Representado cuando en posesión ya de las tables de la ley descubre la infidelidad de su pueblo, su cólera humano-divina parece querer aniquilar aún a quien lo considera. De su boca esperamos ver brotar el terrible anatema, y cuenta la leyenda que el mismo Miguel An­gel, impaciente, le dio un golpe gritándole: «Habla» ¿Puede darnos algo más grande que esto la escultura?

Ya dijimos que la vocación de Miguel Angel era indu­dablemente la de escultor. bu vida nos muestra cómo sólo violen­tado y desafiado a la vez se dedicó seriamente a la pintura, cu­yas técnicas aún no poseía por completo. bu estilo pictórico tie­ne inequívocos rasgos esculturales y él mismo da explícitamente su parecer a Francisco de Holanda. en 1549: «En mi parecer, la pintura debe ser considerada tanto más excelente cuanto más se acerca al efecto del relieve, mientras que el relieve debe ser considerado tanto peor cuanto más se acerca al efecto de la pin­tura…»»En cuanto a ese que ha escrito que la pintura es más no­ble que la escultura, mi cocinera hubiera escrito mejor».

El lector puede naturalmente tener otras preferencias, pero aun en ese caso todavía colocará al artista florentino, a pesar de sus teorías, en un puesto preferente dentro del campo pictórico. En realidad los historiadores de Miguel Angel coinci­den en agradecer al rapa el que le casi obligara a pintar, pues así pudo realizar una serie de intuiciones que esculturalmente hubieran quedado perdidas para siempre; la misma mentalidad de Miguel Angel se nos revela mucho más varia -policroma- diríamos-en su pintura que en la sola escultura quizá demasiado lacónica en su grandeza si no pudiéramos interpretarla en relación a la pintura.

Ya desde su niñez Miguel Angel aprendió junto al in­dispensable dibujo los primeros rudimentos de la pintura -su primer maestro oficial fue un pintor-; y en su primera época flo­rentina nos dejó ya la Sagrada Familia de los Uffice, de curiosa disposición triangular de las figuras, en la que ya se revelan todos los rasgos característicos del arte miguelangelesco: fuerza expresiva, relieve escultural. amor al desnudo (en las figuras que rodean el trío sacro).

Más el verdadero ejercicio y el triunfo pictórico de Miguel Angel, debido a las circunstancias que hemos señalado, se encuentra sobre todo en su doble obra de la Capilla Sixtina, a lo que la brevedad de nuestro análisis nos obliga a limitarnos. Emprendida a desgana, obligado como vimos por un Papa que presta­ba oídos a quienes pensaban así desprestigiarlo, Miguel Angel comienza en plena madurez la ornamentación de la bóveda de la Capilla Sixtina. Su carácter ferozmente independiente le hace pasarse de toda ayuda que aligerara su labor; y así, en la más completa soledad, turbada sólo por las raras y mal toleradas vi­sitas del Pontífice, Miguel Angel emplea cuatro de los más fecun­dos años de su vida artística. Duro tributo al tiempo, trabajo penoso que dejará en su salud una estría profunda, pues al deber pintar tumbado

«los lomos me penetran en la panza,
y la grupa les h ce contrapeso;
sin los ojos los pies muévanse en vano…
igual que un arco sir.o estoy torcido» (tr. R y J Benet)

Pero el resultado corresponde al esfuerzo realizado: en el centro, como en una cinta cinematográfica, Miguel Angel revive genial­mente la narración genesiaca: la Creación de la tierra y del hombre, el Primer Pecado, el Diluvio… Flaquean a ambos lados de esta historia, de la historia, podríamos decir, las figuras venerables y simbólicas de los grandes hombres del antiguo y nuevo testamento; y entre unos y otros completan la escena multitud de esclavos y jóvenes desnudos, concreción de la vida exuberante que el conjunto representa… Son los famosos «ignudi», en los que Miguel Angel plasmó de mil formas diversas su ideal de la belleza, que como para los griegos era la adolescencia («la belleza es la juventud, decía lacónicamente Safo); sobre todo la juventud masculina, que ya esculpiera en el David.

Antes dijimos que toco artista era algo panteísta; afortiori creemos que todo artista es sensual, pues es a través de su cuerpo que comulga con la naturaleza. Si el dogma cristia­no reprimía el panteísmo de Miguel Argel, su ética luchaba más inmediatamente aún contra el sensualismo artístico de su obra. Su espíritu violento sufrió pues luchas sin cuento, no sólo en su primera época florentina con Savonarola, sino después en Roma; su amor a la carne es siempre intranquilo, pues su místi­ca religiosa, tan profunda, se le opone radicalmente; él lucha por unificar su. vida, y a veces parece estar cerca de conseguir­lo, como en la Sixtina, presentando la carne dignificada en un contexto sacro; otras se desalienta y creer deber optar por una de ellas, escogiendo casi siempre la mística religiosa. M. Brion dice a este respecto: la complejidad del carácter de Miguel Angel es tal que al mismo tiempo que proclama la tristeza de la carne la celebra en ciertas figuras que constituyen la mayor apoteosis de la belleza sensual que realizó pintor alguno» Ya cerca del sepulcro, Miguel Angel escribirá, desengañado y melancólico, como rechazando su misma obra:

«Cumplido está ya el curso de mi vida…
y aquella apasionada fantasía
que me hizo del arte un rey y un ídolo
bien veo ahora cuánto error la llena
y que siempre en su mal se afana el hombre.
Ni pintar ni esculpir me aquietan ya
el alma. vuelta a aquel amor divino
que acogedor abre en la cruz los brazos».

y confesando con la mas dura ortodoxia cristiana la incapacidad del hombre solo para elevarse sin la ayuda de la gracia
«…pasar de lo mortal a lo divino
no puede el ojo enfermo por sí solo;
ni a la región puede ascender. a donde
subir sin gracia es pensamiento vano».

Años más tarde Miguel Angel completará su obra pin­tando en la pared frontal de la Capilla Sixtina, como culmen lógico y artístico de aquella historia que comenzaba en la entrada de la misma con la creación del mundo, el Juicio Final. Esta pintura, la primera que se observa por su posición domi­nante al entrar en la Capilla fascina y anonada aun al visi­tante prevenido. Uniendo la resurrección al juicio, la muchedum­bre inmensa de los llevados a la derecha por ángeles o a la izquierda por demonios desde la Barce de Caronte parecen llenar el universo todo de la presencia humana, e incluye forzosamente en su dinámica al espectador.

En el centro. como eje inconfundible de una historia que gira en torno suyo, se alza la figura de Cristo, reflejada en el momento -esbozado sólo en el Moisés- en que lanza su anate­ma final sobre aquellos que se encuentran a su izquierda. La cólera divina sacude los cimientos del universo en aquel «dies irae»; incluso la Virgen ‘cría. única figura humana cercana a Cristo, solo acierta entonces a buscar junto a El su propia protección, bien que de ordinario su intercesión sea tan pode­rosa que el mismo cuadro muestre a quienes agarrados únicamente al rosario alcanzan el cielo.

El contraste entre los salvados y los condenados es elocuente por sí mismo. La última lección de la historia humana, que se había ido narrando en la bóveda desde sus orígenes, no deja aquí nada que se sienta pueda ser aun tratado. Es indiscu­tiblemente el punto final de todo aquel elocuente discurso. Como se ha indicado muy acertadamente, el tema, el artista, la misma ejecución material que la obra, todo se concreta y sintetiza en una sola palabra: «grandiositá». La plenitud de los tiempos encuéntrese pues en armonía con la plenitud del arte.

Siempre fue arquitecto Miguel Angel. y en su misma patria florentina trazó los proyectos de las fortificaciones contra la amenaza pontificia. así como los planos para la fa­chada de la Iglesia de San Lorenzo; pero fue sobre todo en su madurez y en Roma donde nos dejó la mayor y mejor parte de su obra.

Comencemos, por orden de importancia, con la Basíli­ca de San Pedro, pues aunque él no fuera ni su primer proyec­tista ni tampoco el último. Es obra capaz por sí sola de inmor­talizar generosamente a todos ellos; y señalaremos solamente en nuestra rápida enumeración la cúpula que la corona, ese prodi­gio inigualado de técnica depurada y armónica belleza. A con­tinuación parece debe colocarse el conjunto de los tres edifi­cios y frente escalonado que forman la clásica plaza del Capi­tolio. centrado todo en torno a la estatua ecuestre de Adriano, que una feliz confusión con Constantino evité la destrucción general efectuada con las de los emperadores paganos en el me­dievo. Dejando la Puerta Pia y otros notables monumentos cita­remos finalmente el palacio Farnesio, largo tiempo embajada de España. Con su gran friso característico y su ornamentación abundante, aunque sin acercarse aún al atormentado barroco. Pues en contraste sensible con el resto de su arte, miguel Angel permaneció siempre en cuanto arquitecto bastante cerca de la sencillez clásica; quizá por eso fue aquí, como nota. Toe, donde únicamente su obra fue continuada por discípulos que no desnaturalizaron con sus exageraciones el arte del maes­tro.

También desde su juventud versificó Miguel Angel, y llevó siem­pre consigo un ejemplar de la Divina Comedia, ofreciéndose en cierta ocasión a labrar un mausoleo a Dente en su común patria florentina. Pero fue asimismo en su madurez cuando, como en la arquitectura, se esforzó principalmente por alcanzar la per­fección en este arte. Ya hemos citado frecuentemente sus versos para ilustrar sus sentimientos artísticos. El juicio que a su vez estéticamente les corresponde podría resumirse, como lo hace la Enciclopedia Británica diciendo que en ellos se encuen­tra «la misma impetuosidad de temperamento junto al mismo pundonoroso deseo de perfección. Pero mucho menos dote y maestría en las dificultades que en el resto de sus manifes­taciones artísticas». Su numerosa y como siempre en su mayor parte incompleta producción suele dividirse, con Carl Justi, en dos temas principales: las técnicas del arte, y las poesías de amor a sus jóvenes modeles y finalmente a Vittoria Colonna. Temas que, como todas las actividades que ejerció en su vida, claramente se unifican en aquel sentimiento místico que poseyó su espíritu y que la sola mención de su nombre evoca: la búsque­da amorosa de la belleza.

«mi ojo, amoroso de las cosas bellas,
y mi alma, anhelante de salvarse,
otro poder no tienen
para ascender si cielo
que la misma visión de la belleza».