Menosprecio y «descubrimiento de la infancia
En las duras condiciones de vida que prevalecían antes de la revolución industrial, un cuarto de los niños morían dentro del año de su nacimiento, y otro cuarto antes de los quince años. En estas circunstancias, resultaba difícil preocuparse mucho, tanto en el plano afectivo como en los demás, de seres tan frágiles y perecederos. Se acogía con complacencia las ideologías que minimizaban su vida y su muerte, y el temprano deceso de los «angelitos» era tenido más como una fiesta que como un duelo. Desde un punto de vista complementario, se consideraba con Bossuet que «la infancia es la vida de un animal», edad ingrata, cruel e ilógica, incluso «más irracional que la de un animal», en palabras de La Fontaine. El refrán castellano apoyaba esa concepción peyorativa: «Algo de ángel tiene el niño, y mucho de animal dañino».
Este menosprecio de la infancia permitía no sólo despreocuparse de la muerte del niño, sino el poder utilizarlo desde sus primeros años sin muchos escrúpulos para las tareas agrícolas o artesanales, aun cuando no obligara a ello la dura necesidad. Con los inicios dela industrialización se generalizó una sistemática explotación de los niños, por sus padres y por patrones extraños, y esto en forma tan intensiva e ilimitada como el afán de lucro que promovía su utilización. La mano de obra infantil, como y más aún que la femenina, fue preferida por el capitalismo primitivo a la del varón adulto, por su mayor baratura y su docilidad, reforzada literalmente a golpes de látigo. Fielden tuvo que reconocer que «nuestra prosperidad industrial se basa en el infanticidio».
Por otra parte, también de la industrialización surgieron condiciones que contribuyeron a disminuir aquella explotación de la infancia. El mayor nivel de vida de las clases medias hizo descender la mortalidad infantil y la concepción del niño como ser efímero, e hizo rentable el invertir más en una educación que la creciente complejidad social social iba en parte requiriendo, y estas mejoras en la duración de la vida y en rentabilidad de la instrucción se fueron extendiendo poco a poco al conjunto de la sociedad en los países industriales. En cierto modo, pues, «la historia del niño está ligada a la de la burguesía». Recordemos la pretensión de Víctor Hugo: «Cristóbal Colón sólo descubrió América; yo he descubierto al niño». Y Alexander subraya que «los niños son una invención relativamente reciente»; antes no existían sino como adultos pequeñitos o pre-adultos. No había una niñez específica, ni el modelo actual de niñez, que puede calificarse de «infantil izado»
Los «jóvenes», privilegiados y discriminados
La perfección alcanzada por la mistificación discriminatoria hace que hoy nos resulte difícil comprender hasta qué punto la palabra «juventud» ha sido siempre, y hoy más que nunca, un instrumento de discriminación para los mismos que tan ingenua como nocivamente la acepta y se enorgullecen al apropiársela como distintivo propio. Pero el ser un «hombre joven» se sitúa en la línea del ser un «soldado heroico», una «mujer honrada» o un «siervo fiel».
Por supuesto, todas esas categorías son ambiguas, tienen algunos elementos positivos y ventajosos, al menos en teoría, para aquellos a quienes se les aplica, respecto a los demás, desprovistos de ellas: el soldado no heroico era despreciado o incluso fusilado; la mujer adúltera, abandonada o apedreada; el siervo infiel, echado o colgado. También el «hombre joven» estaba y está privilegiado respecto al de su misma edad, al que se denomina simplemente «hombre», objeto, como veremos de una aún mayor discriminación.
Nuestra época (proto)democrática pretende olvidarlo: pero es un hecho evidente que los «jóvenes», hoy como ayer, no son en modo alguno el conjunto de un grupo de edad específico, sino un colectivo privilegiado respecto a los de su edad, aunque subprivilegiado respecto al grupo socialmente dominante, es decir, los que se autodenominan adultos y los escogen como «herederos» de su poder. Como reconoce un reciente documento de la UNESCO, «la gran mayoría de la gente joven no pertenece ni pertenecerá a la juventud».
A lo largo de la historia, y excepto en pequeñas culturas ecológicamente algo más equilibradas, la alta mortalidad existente exigía pasar sin transición de la infancia al trabajo productivo y reproductivo, tan pronto como las fuerzas físicas y reproductivas lo permitían. Sólo las clases más altas, liberadas del trabajo envejecedor, bien alimentadas, vestidas y alojadas, vivían más tiempo y también veían sobrevivir más hijos suyos que las demás clases. Estos hijos, por ese su mayor número y por la mayor longevidad de sus padres, tardaban más años en sustituirles en su trabajo rector, viviendo mientras un período ocioso, de «preparación» al mando, período conocido como «juventud». La juventud era pues -y sigue siendo en buena parte- el raro fruto lujoso de una sociedad opulenta, basada en la explotación de las clases bajas y de los países colonizados.
Por sus condiciones específicas, en los países subdesarrollados actuales no existe el mito de la juventud, como ya indicara Nehru a Malraux. Lo mismo ocurría antes en los demás. Los niños ayudaban desde los primeros años a las tareas agrícolas y artesanales; y la actividad reproductiva, máxime en las mujeres, que la tienen durante un período más limitado, empezaban también apenas llevada la pubertad. No había pues de ordinario un período entre la niñez y la madurez. Es pues una errónea proyección de circunstancias posteriores y especiales, insistamos en ello, el creer que la juventud es una etapa reconocida en todas las sociedades. Por el contrario, como observa Maupeaou-Abboud, «los etnólogos han mostrado que la adolescencia sólo existe como período socialmente reconocido en las sociedades modernas y alguna sociedad tradicional, pasando directamente el niño al estadio adulto en muchas otras sociedades».
La juventud es cosa de hombres
El carácter privilegiado de la juventud como estatuto social y no biológico, se confirma al constatar que se ha aplicado de modo unilateral al sexo masculino. Todavía un diccionario contemporáneo define cándidamente la juventud «como la edad que media entre la niñez y la edad viril». En efecto, la mujer no necesitaba, en el patriarcado, ningún aprendizaje específico, pues no tenía que entrar en el mercado de trabajo, ni esperar que le cedieran un puesto de mando: la transición de niña a mujer, manteniendo siempre el estatuto de menor hasta su muerte, se hacía cuando la casaban, temprana edad. Por su matrimonio se le reconocía su relativa «adultez» antes que la varón.
De ahí que incluso hoy existan tan poca documentación sobre la preparación de la mujer joven a su papel social, como indica sin señalar su causa Bettelheim. En nuestros días, sintetiza Goodman, no hay que hablar de gente joven, sino de varones jóvenes, porque «una chica no tiene que hacer, no se espera de ella que ‘haga algo’ de sí. Su carrera no tiene que justificarla, porque ella tendrá niños, lo que se justificaba absolutamente por sí mismo». Ni siquiera hay el equivalente femenino de «un mal muchacho» para el adolescente masculino que no cumple su papel de tal; la expresión «una mala chica», observa T. Parsons, está restringida al papel sexual, que es el único que, como tal, se le reconoce. La juventud, pues, es cosa de varones, de privilegiados por el sistema social patriarcal; es de origen social y no biológico y cronológico.