La desigualdad social ante la muerte

«Si se publicaran anualmente las causas de muerte, este cuadro, puesto ante los ojos del pueblo, sería una lección más persuasiva que todas las disertaciones»
Moheau, siglo XVIII

La mortalidad por clases y profesiones

En demografía se suele hablar más de mortalidad profesional que de mortalidad por clase social. Esta es una de tantas opciones que están determinadas más por intereses de clase que por razones científicas, puesto que, excepto en casos muy raros y poco importan-tes estadísticamente, lo que determina en lo fundamental la mortalidad es la clase, no la Profesión. Incluso las esposas de los miembros de cada clase (que no ejercen las profesiones respectivas) tienen una mortalidad semejante a sus maridos, por pertenecer a su clase, como constataron Fromont, Ford, Berelson, etc.

No ha sido fácil, y menos en tiempos pasados, determinar las diferencias de mortalidad por clase o ocupación. En modo indirecto se encuentra en los datos de la mortalidad rural (agrícola) relacionada con la urbana. Dentro de las ciudades se encuentran a veces datos relacionados con la mortalidad de las distintas zonas de las mismas, lo que minimiza las diferencias por clase, ye que casi siempre hay una cierta mezcla de ellas en cada zona. A mediddos del siglo XIX Garnier notaba que en ciertas zonas de la ciudad de Manchester el promedio de vida era de sólo 17 aros, mientras oue en otros llegaba a k2. Hacia 1890 se encontraba la siguiente tasa de mortalidad en distintas capitales europeas:

ZONASParísBerlínVienaBudapest
Muy ricas 10,9 11,511,613,8
Bienestantes14,423,822,220,4
Muy pobres22,539,332,830,2

En épocas posteriores se ha ido dando una mayor nivelación en la mortalidad por clases: así en París la mortalidad de las clases ricas era en 1891 de 16, 8, y la de las pobres de 23,9, pero en 1946 la diferencia era de 9,5 a 12,0. Y en Inglaterra, la mortalidad por cualquier causa, en 1921-23, de índice 100, ara sólo 82 para la más rica de cinco clases, y 125 para la más pobre: pero en 1950 la diferencia era sólo de 97 a 118, si bien la diferencia había aumentado para algunas causas, como la tuberculosis y mortalidad infantil.

Es muy importante, para comprender mejor la historia social europea y sus repercusiones mundiales, tener presente que esta tendencia reciente a una mayor igualdad ante la muerte, que en parte se da también en el resto del mundo, fue precedida de una brusca y fuerte mayor desigualdad arte la muerte, desigualdad que en buena parte no tuvo precedentes ni ha sido imitada en otras partes.

En efecto, en todas las sociedades que constan de clases, la vida, como la riqueza, y ligada a ella, se ha repartido en modo desigual. Corno decía cándidamente Moheu en la. Francia preindustrial: «En el estado actual de la sociedad, no se puede nadie alojar, vestir, comer, beber, empolvarse, alumbrarse ni ser enterrado sin que esto este la vida a una multitud de individuos o al menos sin que la ayuda peligrosa que dan a nuestras necesidades o gustos altere su salud y o abrevie sus días». Pero las diferencias ante la muerte se agravaron mucho con el principio de la industrialización.

En fuerte y creciente desigualdad ante la muerte se debió a una doble evolución en sentido contrario, que alargó la vida de las clases altos y acorte la de las bajas. El alargamiento de la vida de las clases altas se debla; a un conjunte de circunstancias, entre las que podemos destacar: 1) Un aumento en la cantidad, variedad y legibilidad de conservación de los elementos. «2) Una mejora. de las condiciones sanitarias generales, vertidos, cloacas, etc. 3) Un progreso médico. Como casi toda técnica nueva, los progresos en este sentido se encontraron durante un largo periodo al alcance exclusivo, económico y cultural, de las clases superiores.

En agudo, trágico contraste, la mortalidad de los obreros industriales aumentó también mucho en esa época, lo que se debió fundamentalmente al largo periodo de empobrecimiento absoluto que padecieron les clases bajas en los países protoindustriales. El criterio predominante era dar a los hombres lo mínimo necesario para sobrevivir. Sin duda, esta norma era. anterior a la revolución industrial, pero entonces no se había seguido de manera tan estricta, en parte por faltar el cálculo económico riguroso y la competencia por bajos salarios y en parte porque antes los asalariados o eran directamente asalariados agrícolas o, aun siendo urbanos, podían cultivar con frecuencia alpinos productos agrícolas o aves de corral con que completar su dieta, lo que no pudieron hacer después, cuando se vieron hacinados en grandes ciudades, con horarios de 12,16, 18 y hasta 20 horas que les impedían cualquier actividad complementarias. Los empresarios, por su parte, podían ahora dar el mínimo y menos del mínimo vital, porque el fuerte crecimiento poblacional, junto con la migración del campo a la ciudad, impedía que la mano de obra se enrareciera y encareciera por ello.

De ahí que Ferrand pudiera decir en la Cámara de los Comunes el 27 de abril de 1863 que «la industria algodonera cuenta 90 anos. Durante tres generaciones de la raza inglesa, ha devorado nueve Federaciones de obreros del algodón», como cita Marx, quien, en un «descuido malthusiano» reconoce de la manera más cruda el problema que su número plantea al proletariado (y por tanto la ventaja que este sacaría de reducir su número» «este acortamiento de la duración de la vida del trabajador constituye una circunstancia favorable para la clase obrera en su conjunto, ya que ello estimula la oferta. Lo que quiere decir que esta clase tiene que sacrificar continuamente una parte de sí misma para no perecer por completo»

También, desde su punto de vista, Lord Brougham sostenía que «toda tentativa humanitaria hecha para elevar al proletariado es un atentado a la ley natural de salvación, que por el aumento de la mortalidad lleva a la elevación de los salarios».

No es pues de extrañar, que ante la dureza de este mecanismo mortal, los esclavistas, señores feudales, encomenderos etc. pudieran defender su sistema contra el del asalariado, ya que el esclavo, más caro porque más escaso, y era mejor cuidado. En los Estados Unidos., por ejemplo, se buscaban asalariados para los trabajos peligrosos, para no exponer esa inversión, ese bien de equipo que era el esclavo.

El Moloch de la industria capitalista primitiva era tan voraz que no sólo a se aprovechó del crecimiento poblacional y la inmigración a la ciudad, sino que también apeló al trabajo de mujeres y niños, también más fácil de utilizar al pedir las nuevas máquinas menos preparación profesional y esfuerzo físico, y que también proporcionaban más beneficios al capitalista por pagar ese trabajo menos que el de los hombres. De ahí que los capitalistas siguieran con rapidez el consejo de Pitt «Tomad los niños», incluso para el trabajo en las minas. El trabajo infantil, prolongado 16 y más horas, mantenido con la disciplina del látigo, producía a corto o mediano plazo una increíble mortalidad. De ahí que Fielden reconociera que «nuestra prosperidad industrial se basa en el infanticidio» y que Marx pudiera denunciar que una buena parte del capital inglés era «sangre de niños capitalizada».

La desnutrición, el hacinamiento en los hogares y fábricas, la duración y ritmo de trabaje llevó pues a niños como a adultos a una muerte prematura. Fueron muchos los médicos que observaron ese rápido deterioro de la salud de los obreros. Así M. Bean, el Dr. Graenhcw, etc. En ocho años, por ejemplo, el Dr. Trueman encontró que se quintuplicaba el número de puntilleras tísicas en Nottingham. En Mulhouse, Achille Pérrot observa una baja en la esperanza de vida de 25,9 a 21,9 de 1,312 a 1827; es decir, en sólo quince años. Los datos abundan en los historiadores sociales de la épocas Dolleans, Chevalier, Nicéforo, etc. Demos unas últimas cifras al respecto: en York, en 1939-41 la duración media de la vida de ]a nobleza era de 48,6 anos, la de los comerciantes, 30,7 y 11 de los desempleados, 23,8. En el informe oficial de Chadwick en 1842 se observaban diferencia todavía superiores: Liverpool 35, 22 15 anos respectivamente; Manchester, 38, 20 y 17. Es decir, la clase más baja vivía sólo el 45% en Liverpool y el 43% en Manchester de la que vivía la clase acomodada.

Actitud social ante la mortalidad por clases

Coma en otros aspectos, los dirigentes de una sociedad de clases pueden o bien negar que la desigualdad sea injusta, atribuyendo sus privilegios a los méritos de su misma clase, o bien, cuando el auge de los sentimientos democráticos ya no permiten esa defensa, negar en lo posible la existencia de esa desigualdad. De acuerdo al primer procedimiento, ha sido frecuente atribuir la mayor longevidad de los ricos a su «mejor raza» o s. su vida virtuosa y austera (como hicieran los puritanos también con las riquezas) Así, en las sociedades jerárquicas, no se admiten mezclas ante la muerte como tampoco ante la vida. En china se denominaba con otra palabra el cadáver de un noble que el de un plebeyo; en el Brasil, se decía que «el negro no muere, se acaba°. Todavía el en siglo XIX de Maistre intentaría probar de la mayor longevidad de los reyes de Francia respecto al promedio de los franceses (olvidando los príncipes muertos sin reinar) que los reyes eran una raza escogida por Dios. Y no es infrecuente atribuir más o menos desembozadamente la menor longevidad de los pobres a su incuria, suciedad y hacinamiento «voluntarios», a sus excesos sexuales y/o alcohólicos, etc.

Dentro ce esa tendencia a diferenciar las ciases a veces se procura establecer una especie de compensación y así como se afirma que los pobres «se divierten más sexualmente» que los ricos (lo que no es verdad, excepto en relación a ciertas clases medias) se sostiene que los pobres tienen una vida más sana, y viven más, tienen menos problemas que los «pobres ricos» que, abrumados por las preocupaciones que «los vuelven locos», mueren jóvenes. Las estadísticas desmitifican la muerte prematura de esos capitanes de la industria que quisieran, como los capitanes militares de antaño, justificar sus privilegios por rana muerte prematura y gloriosa «a lo Aquiles», por la patria. También las estadísticas prueban que son los pobres los que tienen mayor incidencia de enfermedades mentales de todo tipo, en particular de las más graves.

Otras veces se intenta ocultar las diferencias ante la muerte, lo que resulta en general más fácil que ante las riquezas. Horacio, por ejemplo, sostenía que la muerte golpeaba por igual a las casas dalos ricos y a las barracas de los pobres. También encontramos esa igualdad mítica en el cristianismo, en donde, con la Biblia y la Tradición, se sostiene que «matrimonio y mortaja, del cielo baja». En las Coplas de Jorge Manrique, del siglo XV, leemos que «a papas y emperadores / y prelados / así los trata la muerte / come a los pobres pastores / de ganados.» Todavía sabios laicos como Buffon sostenían esa mítica igualdad ante la muerte.

La creencia en la igualdad ante le muerte vacilaba sobre todo en los períodos de grandes epidemias, en donde se podía constatar casi sistemáticamente el menor número de cadáveres de las zonas en que vivían los ricos (Tito Livio). Y, sobre todo, resulta cada vez más increíble hablar de una igualdad ante la muerte cuando, como vimos, por una parte la industrialización fue ensanchando la fosa común en que iban cayendo los trabajadores al mismo tiempo que retrasaba la muerta de los ricos, el mismo tiempo que los progresos en las técnicas estadísticas iban sustituyendo esta como otras leyendas poblacionales por escuetos e irrefutables datos estadísticos.

No es pues extraño que el argumento de la diferencia ante la muerte pasara de ser apaciguador, conservador, a ser agitador, revolucionario. Si la mortalidad aumenta por causas sociales, si el sistema económico fomenta el hambre y las enfermedades que llevan a la muerte, será absurdo decir con Rousseau que sarta demasiado caro comprar la libertad con la sangre de un sólo hombre, puesto que el sistema opresor mata cada día a muchos. Aquí hay que aplicar, escribe Blanqui, la fábula de La Fontaine: en sus aguas tranquilas y sin ruido, el sistema actual mata a muchos hombres, mientras que el ruido escandaloso de la revolución sólo elimina e unos pocos, para terminar con la inmensa matanza de tantos. Koestler presenta con elocuencia esta opción: «Cada año mueren millones y millones de seres humanos sin ninguna utilidad por las epidemias y otras catástrofes naturales. ¿Y retrocederíamos nosotros ante el sacrificio de algunos centenares de miles para la experiencia más prometedora de la histeria? Y no digamos nada de las lesiones de quienes mueren de subalimenteción y tuberculosis en las minas de hulla y de mercurio, les plantaciones de arroz y de elección. Nadie piensa en ellos». De ahí que en «Los Justos» Camus reproche a quien no atentó contra el Gran Duque porque iba con sus hijos, ya que por culpa de él muchos niños más seguirían muriendo en Rusia. En Latinoamérica, Fidel Castro declaraba: «Los yanquis se llevan diez mil millones de dólares cada cinco años, dos mil millones al año, mil dorares cada cuatro minutos.» La comparación es espantosa pero elocuentes. «De ahí que el panel de Job no cuadra con al de un revolucionario. Cada año que se acelera la liberación de América significará millones de niñosque se salven para la vida».

Ya vimos cómo Marx, como otros revolucionarios, presentaban como máxima injusticia este reparto desigual de la vida que permitía el reparto injusto de las riquezas. De ahí que los desposeídos de la tierra no sólo reclamaran contra los que empeoraban sus condiciones de vida, lo que podríamos llamar «empobrecimiento vital, absoluto», sino que también reclamaran por tener acceso a las nuevas técnicas médicas que permitían ya de una manera segura alargar la vida, acceder a la por fin encontrada «fuente de la eterna juventud» de que aprovechaban más los ricos, en un «empobrecimiento vital relativo».

Concluyamos nuestro análisis con una observación importante: ya que las nuevas técnicas sanitarias permiten bajar mucho la mortalidad mediante algunas medidas colectivas que inciden poco el el nivel de vida económico Individual (cloacas, DIIT, cloro en el agua, etc.) la mortalidad por clases ya no refleja con la misma fidelidad que antes sus diferencias económicas; puede darse incluso una disminución en las diferencias en mortalidad por clase al mismo tiempo que un aumento en la distancia socioeconómica entre ellas. Esto es lo que pasa frecuentemente a nivel internacional, en donde van disminuyendo las diferencias en mortalidad entre los países mientras aumenta las del desarrollo económico. Esto subraya el carácter singular de la experiencia euronorteamericana y manifiesta la Ilegitimidad de querer aplicar unívocamente los misma índices para sacar conclusiones análogas a las que entonces estaban justificadas.