Durante un viaje a Italia he podido constatar la crisis que alcanza, incluso, al mayor partido comunista del mundo, digamos, libre. Hasta el punto que el exdiputado Carandini ha propuesto, para suscitar esa convergencia de la izquierda que aquí predica Gerardo Iglesias, nada menos que cambiar el nombre de la organización, y sugerido el de «Partido Democrático del Trabajo».
Muchos ven la conveniencia o incluso necesidad de un cambio de «signos de identidad», que eviten lamentables confusiones con el comunismo «utópico» o, peor aún, con el comunismo propugnado por la URSS. Lo de partido del «trabajo» suscita muchas reservas, como la exaltación, estos días renovada en la misma URSS, del stajanovismo, por su connotación desarrollista puritana, su vertiente insolidaria ante otros trabajadores en paro y su aspecto de «conquista» y destrucción de la naturaleza. También se señala que el partido no debe ser sólo de los trabajadores, obreros, y que debe abarcar la vida entera, no sólo el aspecto económico, sino el problema de la paz, la ecología, el amor. Hay quien propone hasta el título de «partido de la diversidad». Y hay algo en que casi todos coinciden: en subrayar el aspecto «democrático», acabando de verdad con el nombramiento autoritario del secretario general, etc.
Esta crisis del PC no es tan negativa como a primera vista pudiera parecer a extraños e incluso propios: podría ser una crisis de crecimiento, si no predominan los que reivindican tal o cual aspecto caduco, por ignorancia o por ansias de protagonismo. Las crisis más escandalosas no son las peores. Como enseñaba a sus inexpertos alumnos el viejo médico, los pacientes que primero iban a morir no eran los que más se agitaban y gemían, sino aquellos, silenciosos y agotados, que no parecían siquiera sufrir de sus males.
Dediquemos, en este apasionante tema, un admirado recuerdo a la capacidad de adaptación de otra institución, no ya centenaria, sino milenaria, como es, considerada en su aspecto terreno y político, la Iglesia Católica. Aparte de lo que piense de su contenido religioso, teológico, no cabe duda que fue subrayando cada vez más a lo largo de su historia el principio jerárquico, diferenciando y separando más al seglar del sacerdote, a éste del obispo, y al obispo del Papa (hasta el Concilio Vaticano I). De modo paralelo, fue creciendo su defensa política del absolutismo monárquico (hasta mediados del siglo pasado). Sin embargo. siempre en este terreno político, su reconversión ha sido tan grande que hoy constituye una auténtica fuerza política en muchos países la Democracia Cristiana, concepto cuyo mero enunciado era considerado antes como absurdo y hasta herético. Por otra parte, la jerarquía eclesiástica ha descendido de sus palanquines y se ha acercado a los seglares (como en el Concilio Vaticano II), hasta el punto que, superadas ciertas naturales reacciones autoritarias como la actual, no sería raro que un día los católicos designen al Papa por sufragio directo… volviendo a su práctica primitiva.
En conclusión, vemos aquí también como la historia se repite, y se verifica la ley sociológica de que los movimientos pasan de la mística a la política, se burocratizan, se inmovilizan y anquilosan, perdiendo el espíritu primitivo. Así las instituciones llegan a perecer por sus mismas victorias… si no se saben renovarse para no morir, renovación que no puede ser otra que un volver a tomar contacto con la realidad, una democratización de sus estructuras.