La mistificación montada por el sistema es hoy tan perfecta que nos resulta difícil comprender hasta qué punto la palabra «juventud» ha sido, y es ahora más que nunca, un instrumento de discriminación para los mismos que la aceptan e incluso se enorgullecen de ser «jóvenes». Sin embargo, el ser un «hombre joven» se sitúa en la línea de ser un «soldado heroico», una ‘mujer honrada» o un «siervo fiel».
Por supuesto, todas esas categorías son ambiguas, tienen algunos elementos positivos y ventajosos, al menos en teoría, para aquellos a quienes se les aplica, respecto a quienes están desprovistos de ellas: el soldado no heroico es despreciado o incluso fusilado; la mujer adúltera era abandonada o apedreada; el sirvo infiel, expulsado o ahorcado. También el «hombre joven» estaba y está privilegiado respecto al de su misma edad que es simplemente un «hombre».
Nuestra época (proto)democrática pretende olvidarlo: pero es un hecho evidente que «los jóvenes•, hoy como ayer, no son en modo alguno el conjunto de un grupo de edad, sino un grupo privilegiado respecto al conjunto de los de su edad, aunque estén también sometidos al núcleo socialmente dominante, los que se autodenominan adultos», que escogen a esos «jóvenes» como herederos de su poder.
A nivel mundial la realidad es, como reconoce un documento de la UNESCO, que «la gran mayoría de la gente joven no pertenece ni pertenecerá a la juventud». Incluso en los Estados Unidos, escribe Keninston, «la oportunidad de tener una juventud se encuentra sólo al alcance de las personas de más talento, mejor educación, riqueza, decisión, sensibilidad o suerte en nuestra sociedad. Y esa oportunidad sólo la acepta una minoría dentro de esa minoría, cuya sensibilidad personal y posición social les inspira una gran repugnancia a entrar en el Sistema. La gran mayoría pasa directamente de la adolescencia a la adultez».
Antes, la alta mortalidad existente exigía pasar sin transición de la infancia al trabajo productivo y reproductivo, tan pronto como las fuerzas físicas y reproductivas lo permitieran. Sólo las clases más altas, liberadas del trabajo envejecedor, bien alimentadas, vestidas y alojadas, vivían más tiempo y veían sobrevivir más hijos suyos que las demás clases. Estos hijos, por ese su mayor número y por la mayor longevidad de sus padres, tardaban más años en sustituirles en su trabajo rector, viviendo mientras un periodo ocioso, de «preparación» al mando, período conocido como «juventud». La juventud era pues -y sigue siendo en buena parte- el raro fruto lujoso de una sociedad opulenta, basada en la explotación de las clases bajas y de los países colonizados.
Por sus condiciones específicas, en los países subdesarrollados actuales no existe el mito de la juventud, como ya indicara Nehru a Malraux. El indio, dice Luis Martinez, «jamás ha tenido infancia». Es pues una errónea proyección de circunstancias posteriores y especiales el creer que la juventud es una etapa común a todas las sociedades.
El carácter privilegiado de la juventud, como estatuto social y no biológico, se confirma al constatar que se ha aplicado de modo unilateral al sexo masculino. Todavía un diccionario contemporáneo define cándidamente la juventud como «la edad que media entre la niñez y la edad viril». En efecto: la mujer no necesitaba aprendizaje, pues no tenla que entrar en el mercado de trabajo remunerado, ni esperar que le cedieran un puesto de mando: la transición de niña a mujer, manteniendo siempre el estatuto de menor, se hacía cuando la casaban, a temprana edad. Para ellas la edad juvenil es tan corta que resulta prácticamente inexistente. J. Swift escribía a una joven con motivo de su matrimonio en 1723: «No tienes sino muy pocos años para ser joven y bella ante los ojos del mundo, y unos pocos meses para serlo ante los ojos de un marido»; y el proverbio comenta que «a la doncella dieciochena, ningún pretendiente la llena; pero cuando pasa los veinte, bueno es cualquier pretendiente».
Por eso, sintetiza Goodman, en nuestros días no hay que hablar de gente joven, sino de varones jóvenes, porque «una chica no tiene qué hacer, no se espera de ella que ‘haga algo’ de sí. Si carrera no tiene que justificarla, porque ella tendrá niños, lo que se justifica absolutamente por sí mismo», al menos en una sociedad tradicional… y escasa en población. Ni siquiera hay el equivalente femenino de «un mal muchacho» para el adolescente masculino que no cumple su papel de tal; la expresión «una mala chica», observa T. Parsons, está restringida al papel sexual, que es el único que, como tal, se le reconoce. La juventud, pues, es cosa de varones, de privilegiados por el patriarcado; y se comprueba pues también desde este punto de vista cómo el ser tenido por «joven» es algo que tiene su origen y se debe a ciertos intereses sociales, y no corresponde a una categoría objetiva de orden biológico o cronológico.