19980206. Fervor contra el aborto.
Hay personas en otros países que esperan salvarse moviendo rodillos que tienen escritas oraciones. Aquí se les mira a veces con suficiencia, prefiriendo para salvarse rezar el rosario o comulgar nueve primeros viernes de mes (seguidos). Aún más sofisticado, hay quien espera salvarse escribiendo, bajo distintos pseudónimos, constantes cartas al director contra el aborto, como la que acaba de enviar a propósito (¿?) de Lady Di.
Nos convencería más si pusiera al menos el mismo empeño en combatir la muerte de un número muy superior de personas ya hechas y derechas. Pero, como decía otro lector, en carta también publicada estos días, sobre algunas manifestaciones de duelo ante el ajusticiamiento de una asesina estadounidense por parte de algunos que no mueven un dedo para auxiliar a quienes realmente pueden salvar de morir, estos fariseos no buscan sino ser buenos… hipócritas.
19980228. La prostitución en el Tratado de Maastricht.
Hay un Tratado de Maastricht poco conocido pero que funciona con muy buenos resultados entre quienes saben usarlo. Por ese convenio oficial se subvenciona a los enfermos mentales que utilicen los servicios de un trabajador(a) sexual. Por ahora sólo beneficia a los miembros del psiquiátrico municipal de Maastricht.
Recordemos cómo eran alabados ya los políticos griegos clásicos que proporcionaban esos hospitales eróticos, tan útiles para la salud mental, prevenir la criminalidad sexual, etc. La misma Iglesia católica regentó muchos de ellos en toda Europa durante el medievo, y después.
Un rebrote de puritanismo, disfrazado de pseudofeminismo (cuando en realidad se trata de ambos sexos) intenta estos días, nada menos que en Suecia, prohibir esas instituciones, precisamente cuando Suiza acaba de reoficializarlas. Una Unión Europea sólo mercantilista, a base de «puros» euros, que no procure aliviar los demás problemas de la vida de las mayorías y de las minorías, como el del amor, no sería humana ni, por supuesto, una auténtica unión.
19980522. Aborto.
Hay personas de buena fe, y de mucha fe, que creen que la religión consiste en una verdad inmutable, por la que están dispuestos a sacrificar incluso su vida, la de su hijo único (como Abraham) o la de sus vecinos, como vemos desde Irlanda y España hasta Israel e Irán. Quizá unos hechos recientes puedan ayudarles a vivir (y vivir mejor) a ellos… y a nosotros, mostrándoles que esos dogmas, o «verdades inmutables», son ignorados o cambiados por la misma jerarquía católica…. «en favor de la religión».
Se ha suicidado el obispo católico J. Joseph en Pakistán, para protestar por la persecución que ahí sufren los católicos, a pesar de que el suicidio es un pecado mortal que por su misma naturaleza lleva directamente, según el catolicismo, al infierno. El mes pasado, la Conferencia Episcopal católica de Suráfrica dejó comulgar al presidente Clinton, a pesar de que, según su misma doctrina, sólo los católicos pueden comulgar. El mismo Papa Wojtila afirmó en Roma que «usar anticonceptivos es ateísmo» cuando, según la verdad católica, usarlos sería en todo caso un pecado contra la moral.
Un último, general y permanente ejemplo de cambio de «verdad». Si hay algo que distingue ahora a nivel mundial a la Iglesia católica es su oposición frontal al aborto, afirmando que existe un «alma» antes del nacimiento (como antes vivía de afirmar la existencia de un «alma», de una persona entera después de la muerte, en lo que ya pocos, aun entre los católicos, creen); más que la Iglesia de la vida ultraterrestre es hoy la Iglesia de la vida intrauterina, preterrestre, la Iglesia del aborto. Pero ahora sabemos que la mitad de los fetos abortan espontáneamente. Para que esa mitad de fetos («almas») pudiera ir al cielo, lo que constituye el tema más serio e importante que pueda concebir un católico, habría, pues, que bautizar en el útero materno al posible feto concebido tras cada acto sexual, como ya hacen en determinados casos de embarazos avanzados. El que no se haga esto (más aún, se considere que afirmar esta lógica consecuencia es un intento de ridiculizar su doctrina) pone al desnudo que ni los mismos jerarcas católicos creen en serio lo que predican sobre el aborto. ¡Dios nos libre de los guías ciegos… y de quienes les hacen caso!
19980924. Aborto.
Excluyendo incluso otras circunstancias lamentables, como los politiqueros cambios de algunos parlamentarios, las sucesivas votaciones a empate y el triunfo -por ahora- de una de las partes enfrentadas en torno a la ley del aborto, por sólo un voto entre tantos centenares, no es imputable al sistema democrático, sino a su mala aplicación por malicia de unos e incapacidad del resto. Recordemos otro pésimo «ejemplo» de múltiples votaciones decididas por escasísimo margen en torno al cincuenta por ciento, ayer sobre la independencia de Quebec, mañana -si somos tan irresponsables- mucho más cerca. En todos los temas transcendentales debe requerirse una mayoría también muy cualificada, al menos de dos tercios.
En el caso del aborto, en mi opinión, hay todavía mucho más. La teoría política franquista que aprendieron quienes hoy nos gobiernan creía rebatir la democracia diciendo que si la mitad más uno decidían que Dios no existía eso sería lo que valdría. «Ignoraba» que la democracia consiste, más que en la decisión de la mayoría, en el respeto de las minorías, incluso de uno sólo, en sus derechos fundamentales. Entre ellos, en primera línea -máxime para las mujeres, a las que así se viola no sólo su opinión y conciencia, sino hasta su cuerpo- el de no ser obligado a tener un hijo a la fuerza.
No ignoro que el caso del aborto es especialmente complejo, habiendo una parte de la sociedad que sostiene que el feto también tiene derechos fundamentales. Sin embargo, la sociedad y la ley ya existente ya han decidido, en otros casos (malformaciones congénitas, violación) que los derechos del feto son inferiores y deben ceder a los derechos primarios y para todos indudables de la mujer. Estos, en principio, no deberían tener ninguna limitación ni darse ninguna votación al respecto; pero de hacerse, en este caso especialísimo de posible conflicto de derechos fundamentales, tendría que requerirse para tal limitación una mayoría correspondientemente muy cualificada, y no simple como hasta ahora.
19980928. Abortar no hace disminuir la población.
Muchos otros se pronuncian también rotundamente sobre todos los temas, pero en los bares, sin graves consecuencias; los políticos, en cambio, encuentran eco en los medios, y a veces hasta imponen por ley sus opiniones, sin consultar siquiera a los expertos… sobre todo cuando temen que no les van a decir lo que desean oír.
Hace tiempo, por ejemplo, que los demógrafos estamos de acuerdo en que los hijos ilegítimos no ayudan a aumentar la población, pues su nacimiento no deseado hace que las madres no quieran o no puedan -económica, social o psicológicamente- tener más descendencia. Algo parecido ocurre con el hijo no deseado tenido por no haber conseguido abortar, incluso si se entrega en adopción. De ahí que -independientemente del juicio moral que merezca para cada cual el aborto- el impedirlo «para que aumente la población», como argumentaba estos días Fraga, es exactamente lo contrario de lo que sucede en realidad, yendo -contra un superficial «sentido común»- la prohibición del aborto contra el aumento de población y de «vida» que Fraga y los suyos dicen favorecer.
19981001. Aborto y democracia.
En clara proyección freudiana, una señora de Palencia acusa a los medios de difusión de no saber todavía lo que es democracia por decir que se «ha presionado intolerablemente a los diputados» sobre el tema del aborto, declarando que la democracia consiste precisamente en el derecho a presionar a nuestros representantes. (Diario 16, 29-IX-1998).
Por supuesto, señora, pero presionar hasta cierto punto: no con una pistola, ni con chantajes parecidos, como llamarles «asesinos» si no piensan como usted. Yo comprendo que no aprecie la diferencia, porque es obvio que usted no es demócrata. Lo confirma sin querer de nuevo el resto de su argumentación: porque si en alguna huelga u otra manifestación de la izquierda se han sobrepasado también las normas de convivencia democrática, un demócrata las denunciaría, sí, para erradicarlas; nunca, como usted, para decir «¡Pues yo también!».