Antes, al que robaba con un barco se le colgaba como pirata; pero al que robaba con cien barcos, se le coronaba como glorioso jefe nacional. Hoy, el parlamentario que se pasa a otro partido con votos y conocimientos es un «tránsfuga», un traidor; pero el que se pasa a la oposición con todo su partido, es un hábil político. Después de trece años, nada más claro que el transfuguismo de Felipe González. Así los revelan mil hechos, como el referéndum OTAN, el paro, el descenso de la proporción de los asalariado en el P.N.B., la pérdida de libertades, el reforzamiento de los poderes fácticos y hasta sus explícitas declaraciones, como el famoso: «Prefiero un gobierno fuerte, aunque sea de derechas», que los franquistas no podrían superar.
¿Quiere decir esto que Felipe González pasará a la historia, al igual que el «Felipillo» peruano, como sinónimo de traidor? ¿O bien, por el contrario, como heroicamente fiel a su verdadera ideología? Recordemos, en efecto, sus tradicionales orígenes sevillanos, su educación cristiana militante, su afiliación democristiana. Su «sorprendente» «buena suerte» en escapar a las represiones franquistas. Su «curiosa» ruptura de la unidad de la oposición antifranquista, que la debilitó hasta el punto pasar de la «ruptura» a la «ruptura pactada» y, de hecho, al mero «pacto» (incluido el «pacto del capó» del 23-F). Su ruptura, esa sí real, con el marxismo y, uno a uno, con los puntos esenciales del socialismo y de la izquierda en general. Su cada vez mayor «comprensión» y «tolerancia» de aquellos poderes fácticos que siempre había combatido su partido. Felipe González sería pues un valeroso infiltrado que, como tenemos ejemplos en otros países, habría conseguido llegar a la cima sin traicionar sus auténticos principios.
Ambas interpretaciones contradictorias nos tientan por ser lógicas, sencillas y cómodas, pero no explican la amplitud y duración del fenómeno. No hay tantos españoles tontos o perversos para, durante tanto tiempo, ignorar o consentir ese enorme cambio o traición. Pero sí hay desgraciadamente, muchos, demasiados españoles, educados por el franquismo, que no conocen ni creen por tanto realmente en la democracia, que temen visceralmente, física, «moral» y supersticiosamente a los poderes fácticos. Eso les lleva una y otra vez a pactar -como lo más prudente e incluso como truco «genial»-, con aquellos poderes tradicionales que siguen realmente imperando. Y esos son los que incluso hoy siguen apoyando a uno de ellos, Felipe González, que los encarna y representa demasiado bien.
La gran labor de derechización realizada encubiertamente por el PSOE de F. González le ha hecho finalmente innecesario, increíble e indeseable, y llevado a no pocos a querer o, al menos, a resignarse a que «lo que es de hecho, sea de derecho», al retorno oficial de la derecha con el PP. Esta restauración oficial -maquillada, por supuesto- de los poderes tradicionales, barrerá pronto esa generación de felipistas ambiguos y contradictorios. Y tras el derribo, tan costoso como imprescindible, de esa generación intermedia -tan explicable como lamentable- que ni ha sabido ni ha dejado instaurar un sistema sólidamente democrático en nuestro país, deberemos enfrentarnos de nuevo, sobre bases más sólidas, a construir un sistema realmente democrático.