El peso poblacional de los países ricos

Ante la penuria de bienes, la humanidad soñó durarle milenios con cuernos de la abundancia y festines eternos. El mito del progreso y del desarrollo pareció poner después la riqueza al alcance de todos: bastaba con quererlo. Como ya había hecho la ética protestante a nivel individual, se dijo que a nivel colectivo había unas «etapas de desarrollo» (Rostow) y que la riqueza de los desarrollados se debía a su inteligencia y trabajo, y estaba limpia de polvo y paja. La ayuda al desarrollo, pues, no era una restitución, justicia o al menos caridad, sino un fomentar la pereza e ineptitud de los subdesarrollados por culpa propia.

Por más que la propaguen interesadamente los ricos y poderosos, esas teoría no resiste el más ligero análisis. Hasta el presidente norteamericano Johnson reconoció que para que todos el mundo tuviera el nivel de vida norteamericano se necesitaría 300 veces más zinc, cobre, estaño, petróleo y otras materias primas no renovables ni asequibles en esas cantidades. Un norteamericano no sólo consume varias veces más que un indio en productos renovables, sino hasta 50 veces más en productos no renovables. La técnica, tal y como se ha venido aplicando, aumenta en vez de disminuir las desigualdades mundiales, pues exige cada vez más recursos más raros en mayor cantidad, que pueden por tanto gozar menos personas.

Esto explica en buena parte la gravedad de las tensiones mundiales; los conflictos de mayor envergadura están relacionados de ordinario con una materia prima escasa que una gran potencia necesita para mantener su nivel de vida e incluso su mecanismo de «defensa», estando ambas cosas cada vez más interconectadas. La humanidad se va preguntando con insistencia creciente a dónde conduce un modo de vida y una tecnología que cada vez pueden gozar menos, y la respuesta, patente ante nuestros ojos, es que a la miseria creciente de los más, a la injusticia y a la guerra.

Pero los intereses económicos y políticos de ciertos grupos nacionales y multinacionales frenan esa toma de conciencia ante esa contradicción creciente del sistema, que denuncian movimientos corto el ecologista, pacifista, etc. Además, el parón tecnológico o incluso el des-desarrollo de los países industrializados tropieza con la resistencia de los pueblos a que no aumente más o incluso descienda su nivel de vida, aunque en realidad con esto mejoraría su vida y lo que descendería sería el nivel de contaminación, trabajo, tensión etc., á poder prescindir de tantos objetos inútiles o incluso perjudiciales por los que les obliga ahora a trabajar la propaganda.

Junto al desarme técnico, es imprescindible el desarme poblacional. Los países industrializados tuvieron su explosión poblacional el siglo pasado, multiplicando varias veces su población. Después de 1945, cuando se creyó que la descolonización sería completa (no sólo política, sino también económica), los principales dirigentes de Francia e Inglaterra propugnaron la emigración masiva de la mitad de su población, que comprendían no podrían subsistir sin lo que extraían de sus colonias. Mas el fuerte colonialismo posterior, «sólo» económico (y por tanto, sin responsabilidades directas), les permitió, por el contrario, convertirse incluso en países de inmigración, sacando de los países en subdesarrollo hasta más de la mitad de productos renovables, como los alimentos (Gran Bretaña, Japón) y en mayor proporción aún no pocos productos no renovables, con lo que ha ido aumentando cada vez más la brecha entre países ricos y pobres.

Para disminuir el peso aplastante de los países ricos es pues necesario no sólo llegan en los países industrializados a un crecimiento técnico negativo, sino también a un crecimiento negativo de su población, disminuyendo el número de los consumidores (medida, esta última, también a seguir por los demás países).

Los pueblos de los países desarrollados se han dado en parte cuenta del problema y han disminuido su natalidad, máxime con ocasión de la crisis de los años setenta. Pero muchos de sus dirigentes políticos luchan contra esa tendencia esperanzadora para toda la humanidad de desarme poblacional; y en esa lucha emplean métodos tan ejemplares como el pagar a la mujer que decide no abortar… con el dinero quitado de las ayudas que antes se daban por los hijos ya tenidos (República Federal Alemana).

Las razones reales que están detrás de esa conducta poblacionista de los gobiernos de muchos países industrializados -y que se ha hecho patente en la Segunda Conferencia Mundial de Población-, conducta objetivamente criminal en un mundo superpoblado, son tan numerosas como inconfesables. Aparte de la ignorancia sobre la situación demográfica real (ignorancia que llega a veces a extremos increíbles), se encuentra en esos políticos un «ideal de potencia», en el campo poblacional como en otros, que les-,impulsa a sobrepasar el número óptimo económico y social de población. Ellos desean un «gran» país, como si la grandeza fuera algo sólo cuantitativo, cuando en realidad la cantidad está tantas veces reñida con la calidad. Tampoco falta en ese poblacionismo extemporáneo las tendencias racistas e imperialistas a fomentar la población «blanca» ante el aumento de las razas «de color», aunque no todos los polí-ticos confiesen hoy esa motivación con la ingenuidad que lo hace Le Pen. Tampoco se pueden dejar de lado al explicar ese poblacionismo las presiones de ciertos grupos autoritarios, a los que las familias más numerosas han proporcionado siempre una insustituible cantera de «moralidad», facilitándoles los muchos hijos un modo fácil de mantener a la mujer «en su sitio», etc.

Como todos esos argumentos racistas, patrioteros y «morales» (para no hablar de los religiosos) que subyacen a la dañina carrera poblacionista de los países desarrollados están hoy poco cotizados, esos dirigentes europeos intentan justificar su política desempolvando el viejo fantasma pseudocientífico del envejecimiento de la población, al que dedicaremos un próximo artículo.