El peligroso Antihedonismo episcopal

Es obvio que la protesta oficial del Episcopado «Sobre algunas iniciativas. oficiales de información sexual», por su tono e implicaciones, va mucho más allá de las normales discrepancias dentro de una sociedad democrática.

No se puede negar la posibilidad de alguna exageración hedonista entre tantas publicaciones oficiales, dado que la Comisión Episcopal no ha querido precisar, ni a petición personal de quien suscribe, cuales son los documentos que critica. Pero el contenido de esa protesta eclesiástica muestra que la jerarquía, no ya en «algunas iniciativas», como dice del Estado, sino sistemáticamente sigue basándose en el buscar «el dolor por el dolor» como medio de salvación, tendencia mucho más nociva que su contraria.

En efecto: a la búsqueda directa y natural del placer, la Iglesia católica opone, no un imposible antihedonismo puro, una negación de todo placer, sino la abstención de todo placer positivo, directo, recreándose en la fuerza de voluntad («virtud») que eso requiere, con un placer intelectual e indirectamente sensible; es decir, en términos modernos: la Iglesia católica opone al hedonismo natural su sistema de hedonismo sadomasoquista.

Esta ética sadomasoquista tiene, ella sí, inmediatas y gravísimas consecuencias colectivas. Porque aplicando la norma universal de moralidad de querer para los demás lo que quiere para sí, quien estima que su placer está en el sacrificio tenderá inevitable-mente a obligar a los demás a sacrificarse, pasando de la filosofía a la política coactiva, que tan eficazmente sacrifica (y salva, según esa ideología) a todos. Así, mentalidades como la del fundador del Opus Dei: «quien se levanta de la mesa sin hacer ningún sacrificio, ha comido como un pagano», tiene una fácil plasmación política: «Nosotros estamos contra la vida cómoda» («burguesa»), con que definiera a su propio grupo el fundador del fascismo, Mussolini. Y el clásico: «Tan alta vida espero, que muero porque no muero» de la fundadora de las Carmelitas, ha tenido su zalco político en el «iViva la muerte!» del fundador de la Legión, y el «mataré a media España para salvar a la otra media» de Francisco Franco.

No es pues por casualidad el que esa concepción de la vida como un constante sacrificio, combate y milicia, que predica todavía la Iglesia católica española, haya simpatizado tanto con los regímenes militares, y no haya admitido sino a regañadientes, obligada por los fuerza de los hechos, y después de una explícita condena secular, a los regímenes democráticos. No se trata del capricho o maldad de un jerarca, sino que corresponde a un tipo de espiritualidad que choca frontalmente con las aspiraciones fundamenta-les de las modernas sociedades democráticas y sus pueblos:

1) Al desarrollo económico y prosperidad general opone como ideal la pobreza; y es significativo el que se atribuyera al ministro de economía opusdeista Ullastres el «si nos desarrollamos, creeremos menos en Dios».

2) Al desarrollo racional y libre del individuo, opone el sacrificio de la inteligencia y la entrega, en obediencia ciega, del hombre a un jefe espiritual, que apoya o se apoya con frecuencia en otro temporal; de ahí la frecuencia del caudillismo antidemocrático.

3) Al armónico desarrollo del placer sexual y del amor, opone el ideal de los que se castraron por el reino de los cielos, y renunciaron a sus familias; o, cuando esto no es ya posible, a los que se castificaron, es decir, se autocastigaron con la abstinencia sexual, y a quienes crearon una estructura monogámica y patriarcal de la familia, que excluye todo placer no sadomasoquista.

Esto explica el por qué los obispos consideran intolerablemente «hedonista» y «trivial» toda relación sexual que no corresponda a la de una pareja «estable», que esos señores célibes identifican exclusivamente con el matrimonio monogámico indisoluble; concepción sacrificial hoy ya rechazada por casi todas las legislaciones y por la inmensa mayoría de los ciudadanos de este planeta, que admiten el divorcio y otras formas de convivencia.

No menos significativo de su extremismo «antihedonista» (en realidad, insistamos en este punto clave, negador sólo del placer directo, inmediato, natural y sano) es el otro ejemplo que ponen de «puro hedonismo»: la «radical separación de sexualidad y pro-creación». Ojalá se diera un poco de esto en un mundo angustiosamente superpoblado, y en una España con una población que ha más que duplicado a la que había a principios de siglo. Son ellos los que caen siempre en el extremo contrario, y unen radicalmente sexo y procreación; tan contra la naturaleza y el sentir de los pueblos y de sus legislaciones, que han tenido que admitir ya el método Ogino y similares, que separan voluntariamente el sexo de la procreación, cosa que aquí «olvidan».

Por todo ello, aunque como ciudadanos demócratas debemos estar abiertos a la reconciliación, sería suicida el olvidar las duras lecciones teóricas y prácticas de un pasa-do aún reciente. Más si cabe que en otras ocasiones, no se puede mantener la libertad sin una continua vigilancia, y no podemos menos preciar los rebrotes de una mentalidad tan exclusivista y totalitaria, como la que vuelve a poner de manifiesto la jerarquía católica, que la ha proyectado ingenuamente (en este campo de la sexualidad al menos) en el gobierno; es decir, se empeña en ver más la paja en ojo ajeno que la viga en el propio.