El imperio de los pobres

El imperio no utiliza la violencia armada sino como último recurso. Más barato y eficaz es el lavado de cere­bro, para lo que paga bien a los expertos, máxime cuan­do éstos tienen la habilidad de vestirse de blanco, de piel de oveja, como J.K. Galbraith en un artículo que acaban de reproducir dos diarios madrileños que pasan por no ser de derechas.

Galbraith dice lamentar la despreocupación por los paí­ses pobres, que «coincide» con la mayor riqueza de los Es­tados Unidos; y achaca esa despreocupación a la inestabilidad política y dificultades del desarrollo econó­mico del Sur, es decir, a los mismos pobres. La realidad, cuantificable y cifrada, es exactamente la inversa.

En primer lugar, no hay ninguna «coincidencia». Pre­cisamente por haber elevado tanto su nivel de vida, los Estados Unidos se han dado cuenta que no podían desear realmente el desarrollo de los demás países, pues eso im­pediría que los Estados Unidos, el 6% de la población, si­guiera consumiendo el 40% de las materias primas no alimentarias del mundo.

Bien claro lo dijo J. Johnson desde su presidencia: «Si todos tuvieran el nivel de vida norteamericano, habría que producir cien veces más hierro, cobre, plomo, zinc, etc., y las reservas no son inagotable.. Y ya antes el Depar­tamento de Estado había publicado una lista de 53 pro­ductos vitales para los que los Estados Unidos dependían del exterior y a los que necesitaba tener «fácil e indiscuti­do acceso» (Presidente Eisenhower).

No es pues de extrañar que los lugares de provenien­cia de esos materiales hayan sido objeto de especial tra­tamiento por los Estados Unidos, desde el Congo a Chile y desde Bolivia a Vietnam. La inestabilidad política y las dificultades de desarrollo de esos países son evidentes, pero no son la causa, sino la consecuencia del «desinte­rés» (en realidad, la oposición incluso armada) de los Es­tados Unidos por su desarrollo que obstaculizaría su superdesarrollo propio.

En este contexto, el complejo industrial-militar cre­ciente de los Estados Unidos, que denunciara Eisenhower al dejar su presidencia, sirve para dominar a los demás países por su peso económico, aparte del militar. tanto por las importaciones de materias primas para todo ese complejo industrial en el Norte, como por la compra de productos bélicos terminados por dirigentes de los países del Sur, las armas actuales son ya de tipo «sólo mata ­gente», responsables económicas de buena parte de los 50 millones de muertes anuales de hambre.

Por otra parte, Galbraith pretende distanciarse de la antigua explicación puritana de que los pobres lo son por su culpa, por su incontinencia. Pero ofrece «otra» expli­cación que es el fondo idéntica. Achaca en efecto también su subdesarrollo al «compromiso de la gente sencilla a una procreación incontrolada», cuando las encuestas muestran que en el Sur se quieren menos hijos de los que hoy les sobreviven. Y lejos de que fuera desde el Norte desde don­de «se les ordenara que practicaran cierto control» las pre­siones reales han sido para impedirles ese control natal, desde las luchas en la OMS para que no se difundiera en la India sino el método Ogino (l) hasta las actuales res­tricciones de Reagan. Las asociaciones de planificación familiar que fomentan los Estados Unidos han sido un ele­mento eficaz para no resolver el problema, ya que nunca se ha llegado por ese medio a restablecer el equilibrio po­blacional que rompía la introducción del control moder­no de la mortalidad, como mostró, entre otros, B. Berelson. Una vez más se comprueba que no hay mejor método pa­ra impedir que se haga algo que hacer creer que se en­cargarán de hacerlo «desde arriba».

El sistema, para perpetuarse, engendra pseudocríti­cos como Galbraith y, en los momentos más catastrófi­cos, la pseudocaridad de ciertas organizaciones que «hacen el hospital después de haber hecho los pobres», en el da ble sentido de haber contribuido a empobrecerlos con tér­minos comerciales de intercambio desfavorables y de haber contribuido a que se multiplicara su número, y con ello también su pobreza, al obstaculizar su reproducción. Al Sur, más que necesitar que se le dé una mano paterna­lista, le urge que se le quite la que se le tiene puesta encima.