Desde Einstein y Huxley a Cousteau y Popper, casi todas las personalidades de nuestra época han coincidido en que nuestro principal problema es la explosión poblacional (mal llamada demográfica). Hoy, cada día, en un triste récord para nuestra especie, la población mundial aumenta en 250.000 personas, casi todas en el hemisferio Sur. Los anticonceptivos tienen pues un enorme interés vital -directo o indirecto- para todos. Pero, por eso mismo, se mueven en tomo a ellos fuertes y contrapuestos intereses, que obstaculizar el estudio objetivo de su efectividad y secuelas.
Al revés que los pioneros de la anticoncepción, Place, A. Besant, Knwolton, etc, ya M. Sanger y M. Stopes quisieron «medicalizar» el control natal para hacerlo «respetable». En los años sesenta, con la difusión masiva en el Norte de «la» píldora y el DIU, se impuso esta medicalización, manipulando para ello los datos sobre la eficacia y aceptabilidad de todos los métodos anticonceptivos.
El mentir con estadísticas es uno de los métodos más eficaces de imponer un cambio. «Una opinión no se la cree sino quien la emite; una cifra, todos menos el que la fabrica». La ignorancia fomenta el fetichismo… también de las cifras. Así se instauró el dogma de la infalibilidad de la píldora («en más del 99% de los casos») y se hizo casi lo mismo con el dispositivo intrauterino, el DIU. Esta eficacia teórica («del método») se comparó anticientíficamente con la pretendida ineficacia práctica («del usuario») de, por ejemplo, le coito anticonceptivo (mal llamado «interrumpido»), aprovechando la ausencia de estudios serios para atribuirle hasta un 30, 40 e incluso un 55% de fallos. Algo parecido se hizo con la esponja vaginal y otros métodos «tradicionales» (o, peor, «folclóricos», «ineficaces»).
Para completar esa mistificación, se falsificaron también los datos de su aceptabilidad sanitaria y sexual. Se prometió el paraíso sexual con la píldora (exageración que provocó reacciones conservadoras) y se minimizó el gran número de personas que de entrada no podía utilizarla, así como la gran variedad y frecuencia de efectos sanitarios negativos en sus usuarias, y la cifra de sus fallos reales (desde un diez por ciento en las zonas más propicias hasta un 30, 50% y más), y el altísimo grado de discontinuidad ya en el primer año (hasta la mitad y más). Algo parecido puede decirse del DIU. Sólo ahora se . están reconociendo estas limitaciones.
Por otra parte, distintos estudios, como los de Guttmacher o Potts, jefes médicos de la IPPF, han mostrado la inexistencia de las pretendidas secuelas sanitarias y sexuales «horribles» que el coito anticonceptivo había heredado (junto con su mismo apellido, «onanismo») de la masturbación. Y los estudios estadísticos pioneros sobre su eficacia han dado -a pesar del ambiente tan en su contra- resultados sorprendentemente favorables, con tan pocos fallos como el diafragma, e incluso menos (diez por ciento). También se ha reconocido que la esponja vaginal es tan eficaz o más que el diafragma, se vende en farmacias, etc. Este tan tardío reconocimiento de los límites de los anticonceptivos modernos, unido a la revalorización de los métodos tradicionales, debe ser completado, asimilado y aplicado en todas partes, máxime en el Sur, donde las circunstancias sociales, económicas y demográficas son más graves, para evitar mayores males para todos, mitigando el mayor problema de nuestra Era de la Superpoblación.