Economía y salud

Profesores, investigadores o terapeutas, los sexólogos estemos expuestos ¿la tentación racionalista e idealista de creer que el progreso de nuestra ciencia pro­vendrá sólo o al menos principalmente de un mayor esfuerzo teórico, de apretarnos las meninges. La teoría y la práctica están con todo insolublemente vinculadas, y como no pudo progresar el conocimiento de las culturas negras mientras subsistió el colonialismo y la esclavitud, tampoco comprender mejor, por ejemplo, la sexualidad femenina, significativamente denominada por Freud «continente negro», hasta que no se dieron unas condiciones objetivas importantes para la crítica práctica del siste­ma patriarcal.

De ahí que hasta el sexólogo más «puro», más entregado a la investigación y al avance teórico de la sexología, deba, en función del mismo progreso de esta ciencia, interesarse por el conjunto de condiciones que favorecen en desarrollo práctico de la vida sexual, sabiendo que no puede darse un desnivel demasiado grande entre la teoría y la práctica y que, por ejemplo, un país en larga crisis militar o económica no favorece el desarrollo de una sexología científica.

Dentro de este contexto, parece importante replantear a fondo las relaciones entre el sistema económico y el sexual. En todas las culturas encontramos los mismos grandes componentes básicos; pero la dosis en que estos se combinan y manifiestan es, como los genes en cada individuo, lo que constituye la personalidad básica de cada cultura, como resaltara Ruth Benedict. Y si en otras sociedades predomina como factor jerarquizante la edad, la fuerza física o la capacidad mística, en la nuestra lo es el factor económico, de modo que todo cuanto no tenga bien definido su relación con él resulta marginado.

En este sistema economicista, el sexo se encontraba tradicionalmente puesto al servicio de la reproducción de productores, de trabajadores, y de máquinas reproductoras de trabajadoras, las madres. Dentro de esta concepción mercantilista, que algunos han denominado veterinaria, del sexo-reproducción, toda manifestación no reproductiva era considerada desviada, perversa e inmoral, según aceptaba todavía Freud. Sólo se toleraban algunas aparentes excepciones, como las prostitutas, cuya función real es servir también al sistema, como válvulas de escape, disminuyendo los daños de una posible desviación temporal de la norma reproductiva.

Al irse agravando la superpoblación de los países desarrollados ya desde el siglo diecinueve (hecho como importancia ha intentado ocultarnos su ideología im­perialista), comenzó a admitirse In ellos una desvinculación del sexo respecto a la estructura familiar reproductiva tradicional, acepándose un placer sexual al parecer desvinculado de la reproducción e intereses materiales, «romántico».

La sociedad de consumición de masas ha permitido un cierto mayor consumo del llamado sexo-en-sí, del sexo-placer, ligado a su mayor riqueza y a su filosofía más hedónica.

El mismo período de transición de una sociedad que insistía en aumentar la reproducción, la población, a otra que va exigiendo lo contrario, ha propiciado una cierta libertad limitada de elección en el período transitorio. Hoy, dadas tanto la situación poblacio­nal como la crisis económica y ecológica mundial, no es difícil predecir una prolonga­da continuidad de las tendencias antirreproductivas.

Pero la insistencia en el amor «romántico» primero y después en el valor del sexo-placer, desvinculado de la reproducción y de la familia, está lejos de llevarnos a un utópico «amor desinteresado» en el mismo plano económico. Si bien se va desvinculando el sexo de ciertas formas sórdidas y arcaicas de explotación económica del mismo, es imposible, al mismo tiempo que indeseable, pretender una desvinculación absoluta entre esos dos elementos esenciales de la cultura (como entre ellos y la política, el saber, etc.). Insistir en desvincularlos totalmente sólo puede provenir del confundir una relación a veces demasiado estrecha, y por tanto nociva, con la única posible entre ambos factores sociales.

En concreto, la desvinculación creciente del sexo respecto a la reproducción no implica su desvinculación de todo nexo económico: antes al contrario, indica su adecuación a las nuevas condiciones ecológicas y económicas que exigen una menor tasa de reproducción a la especie humana. El no tener una visión global del problema puede llevar al sexólogo, bien a creer superficialmente que el cambio se debe a meras «modas» caprichosas en la vida sexual, o a reclamar, por ejemplo, una mayor libertad sexual a partir de una visión (neo)moralista, individualista, sin comprender la función eco­nómica y social de la nueva sexualidad no-reproductiva. Esa ignorancia de las raíces de los cambios en la sexualidad convertirían al sexólogo en un juguete ciego de esas nuevas fuerzas económicas antirreproductivas, como en otro tiempo lo fuere otros de una sexualidad unilateralmente volcada a la reproducción, por lo que exaltaría ahora de un modo tan excesivo, acrítico y anticientífico ciertas prácticas sexuales «estériles» como antes a las «fecundas’: Recordemos cómo ciertos grupos feministas no sólo han desmitificado el coito como única práctica sexual «normal» sino que poco a poco han llegado al extremo opuesto de considerarlo «anormal», antierótico, violador y perverso.

Si pues el sexólogo es consciente del valor y los límites del factor económico respecto a la sexualidad, podrá conservar un cierto equilibrio entre esas oscilacio­nes pendulares, y reclamar el papel que corresponde al sexo (y, por supuesto, al verdadero sexólogo) en la sociedad, combatiendo eficazmente la marginación de que hoy ambos, sexo y sexólogo,,. son víctimas. También podrá vencer con facilidad los tabús que hoy paralizar y desvían su acción cuando se trata de modificar a fondo la realidad, y conectar la práctica del sexo con la expresión económica y específicamente monetaria de la sociedad.

Respecto a esto último, recordemos que, como proyección del cliché del amor romántico y desinteresado como justificación del sexo, se ha concebido durante mucho tiempo, y aun pervive a nivel consciente o inconsciente, que toda actuación «correcta» relacionada con el sexo debe ser desinteresada, desprovista de interés económico. De ahí la repugnancia incluso a pagar por terapias sexuales teóricas, el carácter, abstracto-dogmáticamente desvinculado de toda práctica- que éstas han mantenido durante tanto tiempo, así como la dificultad que todavía presenta el empleo de otras técnicas terapéuticas más concretas, como las de Masters y Johnson, por su aparente semejanza con la prostitución «clásica».

No disponemos aquí de espacio para reproducir las reflexiones sobre la prostitu­ción que hemos hecho en otro lugar. Baste recordar cómo la posición de la prostituta, que se alquila, es asalariada del sexo, es menos denigrante, incluso en relación a otros valores de la moral tradicional, que la de quien se vende como esclava, papel desempeñado por la esposa clásica; y cómo ambas mujeres, comerciando sólo con su cuer­po, deberían estar más consideradas, según esos mismos esquemas tradicionales, que quienes viven re vender su actividad intelectual, espiritual, considerada superior. Es pues el maniqueísmo antisexual el que lleva a tener por peores los «pecados» de la prostitución sexual, y esta mentalidad sexófoba pervive casi intacta en muchos progre­sistas, cuya fuerte repugnancia por la «prostitución» no proviene de su oposición a la explotación económica, puesto que no reaccionan tanto ante otras explotaciones parecidas. Ese rechazo «instintivo», maniqueo, es aún más fuerte y difundido cuando de la prostituta se pasa a tratar el tema del intermediario sexual. Por supuesto, la gran mayoría de los chulos tradicionales eran muy explotadores, pero es puritano re­chazar toda organización de la prostitución como mala. Ese prejuicio pseudoprogresista

es el responsable de que se hayan realizado pocos y por lo general insuficientes inten­tos de dar un marco más sano y planificado a la prostitución, y de que d carácter «es­pontáneo», marginal, inculto e incluso ecológicamente sórdido que aún le rodea siga contribuyendo de modo eficaz al componente sexofóbico de nuestra sociedad.

Otro ejemplo de puritanismo maniqueo es que se haya admitido el que vivan del sexo los que lo censuran, desde ciertos sacerdotes y escritores hasta los censores oficia­les de espectáculos, que si últimamente han sido desbancados no ha sido por este moti­vo, sino por consideraciones de libertad «política» general; pero se mira mal, incluso en la izquierda, a quienes viven de fomentar el sexo con revistas, películas, etc., uti­lizando a veces la excusa progresista» de que no lo hacen suficientemente bien. Hasta en medios autodenominados sexófilos se exige, para admitir el sexo y el erotismo, que estos sean tan «puros», «correctos» y «desinteresados» que prácticamente estas circunstancias no se dan nunca, que es lo que en el fondo se desea para no admitirlos.

Pongamos otro ejemplo de esa actitud falsamente progresista. En España hay poca crítica a quienes viven, y viven bien, de luchar contra la infertilidad, procurando que las familias tengan posibilidad fisiológica de tener más hijos. Pero quienes han procurado fomentar la anticoncepción no sólo han recibido críticas de la derecha, sino también de la misma izquierda cuando ponen a su esfuerzo anticonceptivo tarifas que van más allá de un mínimo vital. La mentalidad subyacente es siempre la misma: no se puede uno ganar bien la vida con el sexo._ si no es reprimiéndolo. Lo contrario es, hasta para la izquierda, una explotación, una «prostitución».

Si no es negocio fomentar la sexualidad; o por lo menos, si en algún caso lo es, hasta los progresistas consideran que se trata de «negocios sucios», no hemos de extrañarnos que esa profecía se autorrealice, y que el dinero, o bien se aplique sólo a fomentar la tendencia sexofóbicas más tradicionales, o se invierta en empresas ambiguas que, por falta de decidido apoyo por parte de los sexófilos, están destinadas al fracaso, o a fomentar la imagen del sexo-placer como un submundo marginal, ilegítimo y morboso, tal y como, como ese tipo de comportamiento económico, se le condena a seguir siendo. Y con ese sexo malsano prisionero en un ghetto malfamado, así está la sexología.