El Congreso constituyente del movimiento ecologista en España nos mueve a reflexionar sobre sus objetivos y medios, a partir de los dos grandes problemas que condicionan su origen y desarrollo: el enorme desgaste de la naturaleza y el excesivo crecimiento de nuestra especie.
El desarrollo inadecuado de las técnicas ha propiciado la destrucción de la naturaleza: ya la agricultura neolítica erosionó la tierra e incluso grandes civilizaciones; y el proceso se ha multiplicado desde la industrialización, adquiriendo ritmo exponencial y extensión planetaria con la segunda revolución industrial. Padecemos una contaminación sin precedentes, que nos envenena. Cabe mantener el nivel técnico y des contaminar algo, como se está haciendo en los países más industrializados: pero el precio de este procedimiento es el enviar la contaminación, e incluso la muerte por hambre -más de 50 millones por año- a otros países. Hoy pues, el manifestarse en el Norte contra la contaminación sin excluir explícitamente esa solución asesina equivale a apoyarla. Ese «ecologismo para mí» es, sí, un reflejo del instinto de supervivencia, pero tan miope y egoísta como el del pacifismo que reclama la paz Este-Oeste por miedo a «errores nucleares», pero sin denunciar el origen de los conflictos bélicos contemporáneos: el forcejeo entre los países industriales para apoderarse de los recursos del mundo entero. Y cuanto más se afiance esa paz injusta Este-Oeste, apoyada por ese «pacifismo para mí», más oprimirá el Norte entero al Sur.
El único ecologismo y pacifismo sanos son los que denuncian y combaten de raíz el sistema consumista que necesita una explotación creciente de los recursos y pueblos, y provoca así la carrera de armamentos para mantener esa expansión en técnica y opresión. Hasta el presente, el anticonsumismo ecologista se ha presentado demasiado como un derecho del industrializado, no como un deber para los demás; como un beneficio para su propia salud, no como una necesidad para no seguir matando de hambre y miseria a millones de seres humanos; como un mérito personal y medio para ahorrar recursos propios, no como una restitución en justicia. Posición ésta menos popular, pero mucho más correcta, que muestra la gravedad del problema.
Por otra parte, si el anticonsumismo es imprescindible para desmontar una estructura técnica y económica que nos lleva a destruir la naturaleza y a los demás hombres, una sociedad no consumista no tendría que ser ni pobre ni austera, como nos la quieren pintar las multinacionales para hacer esa alternativa indeseable y utópica. Al contrario, sería la liberación de tanto trabajo y tensión obsesivos para adquirir bienes superfluos que su propaganda nos impone, y que lleva a la muerte prematura no sólo a los ejecutivos, sino al conjunto de los varones, más competitivos, que en las sociedades consumistas mueren hasta ocho años antes que las mujeres. Literalmente, pues, el consumismo nos consume y mata, después de llevarnos a aniquilar animales y plantas, e incluso erosionar la naturaleza inorgánica; y el ecologismo bien entendido es hoy una necesidad tan grave y urgente como la Cruz Roja o la Defensa Civil para determinadas catástrofes.
El otro gran componente del desequilibrio ecológico es el crecimiento explosivo de la población del Norte en los últimos 150 años, y la del Sur en nuestros días. Ese crecimiento desordenado, canceroso, de nuestra especie, ha liquidado ya buena parte de las demás especies animales, y está atacando a las vegetales. En teoría, como con la técnica, cabe un aumento de la población que no destruya ni contamine la naturaleza, pero el sistema imperante lleva a preferir el seguir contaminando para dar algo que comer a las poblaciones crecientes del Sur, y para mantener, cuando no aumentar, la superpoblación del Norte. Como los ecologistas de EE.UU., Gran Bretaña, etc., y más que ellos, por ser mayor nuestra crisis, los ecologistas españoles han de insistir en que el enorme paro, emigración, hacinamiento urbano, etc. ponen de manifiesto que, en las condiciones reales, y contra los mitos poblacionistas, padecemos en España una gran superpoblación, que nos hace dependientes incluso para nuestra alimentación (abonos, energía, etc.) y nos convierte en devoradores de los recursos de los pueblos más pobres, por lo que tenemos que planificar no sólo un adecuado desarme del consumo, sino también una disminución de nuestra población.
Por supuesto, insistamos, todo este planteamiento es menos sencillo y, en algunos aspectos, menos cómodo y popular que muchas de las acciones que hoy se suelen asociar en España con el ecologismo. Es más fácil propugnar la bicicleta -lo hace hasta el Corte Inglés- que el manifestarse contra el consumismo de esos superalmacenes y multinacionales; apenas trae problemas declararse aquí en favor de las ballenas y focas, en vez de emprender campañas en pro de los anticonceptivos y formas no reproductivas de sexualidad, como hacen los ecologistas de otros países, para favorecer la disminución de la población. Pero sólo con una visión completa y social el ecologismo dejará de presentarse en buena parte como un movimiento marginal y para marginales, una preocupación de lujo para snobs, que parecen preocuparse más de los animales e incluso de la verde hierba que de la opresión, miseria y muerte de sus semejantes.
Para evitar esas perversiones misántropas y racistas del ecologismo, su color no deberá ser tan exclusivamente el verde (tan minoritario, aun en la superficie del globo), ni tendrá que insistir tanto en ciertos aspectos «señoriales», prometiendo «paraísos» de los que durante mucho tiempo sólo algunos «pocos felices» podrán disfrutar, a costa de la gran mayoría. Sólo así triunfará del peligro que le acecha de quedarse para siempre sólo verde, como una mera esperanza que nunca se concreta sino para una élite insolidaria; reducido a una crítica cada vez más abstracta y utópica, a lo Rousseau y Ruskin, del capitalismo consumista; convertido, como todo el «socialismo feudal» en una mera «mezcla de jeremiadas y pasquines, de ecos del pasado y de amenazas sobre el porvenir», para llegar, por el contrario, a madurar y transformarse en una sana y armoniosa realidad.