De Buenos Aires a Viedma: La Argentina huye de si misma

notas: Este artículo fue publicado en el diario La Nación de Buenos Aires y hoy vuelve a tomar actualidad por renovarse el interés por el cambio de capitalidad.

El cambio de capitalidad es un tema de actualidad en Suramérica. Todavía se re­cordaba el ejemplo del Brasil cuando Perú ha anunciado un proyecto similar, poco .421, después de conocerse que el gobierno argentino va a cambiar la capital de Buenos ‘Aires a Viedma; plan cuyas causas y consecuencias, oficiales y reales, queremos analizar.

En una reciente entrevista, el arquitecto de Brasilia, Oscar Niemeyer, reconoció su error al haber construido una ciudad monumental, y no al servicio del hombre; obra faraónica, según simboliza la misma pirámide truncada erigida al presidente sis económica en su centro. La edificación de Brasilia sumió al Brasil en una gran crisis económica y, lo que aún nos parece peor, alejó de modo permanente, por su misma estructura, y en más de un sentido, a la administración central del resto de los ciudadanos. En Argentina, Alfonsín ha rechazado el fastuoso modelo de Brasilia, y ha puesto como modelo la austera Bonn. Las intenciones son pues buenas en este sentido.

¿Qué decir de la necesidad del cambio? Aquí el acuerdo es fuerte, casi unánime, más aún que en el Brasil, ya que el desequilibrio provocado por Buenos Aires es todavía mayor. Gran parte de la historia argentina ha girado en torno al lugar, incluso físico, que tenía que ocupar su capital, como punto clave dentro del conflicto entre Buenos Aires y el resto del país, calificado significativamente de «interior. Y sólo revisando la historia argentina se comprende el por qué, la importancia y gravedad del cambio de capitalidad.

Los porteños fueron los herederos de la secular colonización española. Su capi­talidad se encontró reforzada por la estratégica situación de la aduana bonaerense, que importaba los productos manufacturados de Europa, que arruinaban la industria del interior. Para justificar este enorme privilegio político y económico, el colonialismo interno bonaerense desarrolló el mito de ser el único heredero legítimo de la civilización, identificando el interior, conforme a la célebre antítesis del presidente Sarmiento, con la «barbarie».

Para reforzar el predominio de Buenos Aires, la oligarquía criolla fomentó tam­bién, siguiendo las directivas de Alberdi, una «generosa» política inmigratoria racista, di­rigida exclusivamente a los blancos, que fueron poblando de preferencia la provincia y ciu­dad de Buenos Aires, hasta tener esta capital, en 1914, la mitad de su población de origen extranjero, y organizada políticamente en torno al Partido Radical.

En el período entre las dos guerras mundiales, el interior, empobrecido por Buenos Aires, le fue enviando sus crecientes excedentes de población. Y al enfrentarse en la misma capital los inmigrados del interior con las clases medias, compuestas sobre todo por la «legión extranjera» de inmigrados del exterior y sus hijos, estas clases medias olvidaron sus reivindicaciones «radicales», y se aliaron con la oligarquía criolla que antes combatían, para defender Juntas la «civilización occidental y cristiana», europea, blanca, contra los «indios», o «cabecitas negras» del interior; apelando incluso, cuando su presión se hizo irresistible, a «salvar la patria» con golpes militares, tristemente célebres hasta hoy mismo.

Los «cabecitas negras» no pudieron encontrar una ideología que les defendiera entre las corrientes liberales o socialistas, ya que éstas estaban representadas en Buenos Aires por inmigrados que eran, sí, de izquierdas, pero muy europeos, blancos, apenas menos racistas, por su ideología e intereses ante los del interior, que la vieja oligarquía nativa. De ahí que los «cabecitas negras» adoptaran también en la lucha por sus reivindicaciones una tendencia militarista, que encarnó el populismo peronista.

El repetido fracaso del peronismo, y del interior en general, como el de tantos otros movimientos populares, se debió a que, en el fondo, comulgaba con la ideología que superficialmente criticaba. En el plano cultural, los del interior no renunciaron al modelo copiado servilmente de Europa, sino que exigieron integrarse en él. En lo económico, no pro­curaron terminar con el colonialismo, sino incluirse entre los privilegiados, a costa de los pueblos latinoamericanos vecinos. En lo racial, no reclamaron el pluralismo, sino el «ser tenidos por blancos», según analizamos en nuestro libro Los racismos en América «Latina». La derrota del interior ha sido tan grande que hoy la ciudad y provincia de Buenos Aires tienen la mitad de la población de la Argentina, el sesenta por ciento de su industria, etc. Depuesto en su día el gobierno peronista por segunda vez por los militares, éstos han deja­do paso por ahora, también por segunda vez, a los representantes civiles de Buenos Aires, al Partido Radical.

Para ser fiel a su mandato «radical, a lo que cree ser la única Argentina au­tentica, civilizada, blanca, Alfonsín inventa un nuevo truco, no menos genial ni «generoso» que aquel que en su día «arrancó» la ciudad de Buenos Aires a su provincia y la convirtió en Capital Federal, maniobra cuyo éxito… contra el interior acabamos de constatar y cifrar. El gran proyecto radical actual es nada menos que sacar la capitalidad de Buenos Aires. ¿Cabe mayor desprendimiento y patriotismo? Sin embargo, la historia no nos permite ya ser tan ingenuos. Porque Alfonsín no va a colocar la nueva capital en un punto equilibrado, sino que ha decidido unilateralmente ponerla en Viedma. Es decir, lo más cerca posible de la pro­vincia de Buenos Aires, separada de ella sólo por el río Negro. Y, sobre todo, más distanciada que nunca del interior del país, de todas las grandes ciudades y núcleos de población: 16 de cada 17 argentinos no bonaerense estarán más lejos de la nueva capital que de la antigua. La ex-capital se rá camino casi obligado para la mayoría de los argentinos para llegar a la nueva capital. Buenos Aires, construida con los capitales y aporte humano de todos los argentinos, se despoja ahora apa­rentemente de su responsabilidad política, como las metrópolis seudoconvertidas a la descolonización, para aumentar, como ellas, al no tener ya en teoría el poder, la explotación económica y cultural de su esfera de influencia.

En el fondo, pues, es cambiar para que nada cambie. Alfonsín quiere repetir con Viedma la historia de los Sarmiento, Alberdi, etc., con la ciudad de Buenos Aires del siglo pasado, y crear él también un reducto de población pura, blanca, europea, lejos de la barbarie del interior, de las masas de «cabecitas negras» que, como «aluvión zoológico» contaminaron Buenos Aires e impiden un civilizado gobierno radical. Por supuesto, esto no se puede proclamar hoy con el mismo desparpajo que antes. Pero sabemos, por confidencias del gobernador de Viedma, que desde niño Alfonsín se sintió fascinado ante esa ciudad por parecerle un paisaje europeo. De ahí que ahora pretenda que todos los argentinos miren ‘hacia el sur, hacia el mar, hacia el frío», en vez de mirar hacia el interior de la Argentina, a lo que constituye casi toda su población, su historia y su inserción en su continente.

Para defender la elección de Viedma, Alfonsín acude al socorrido truco del «tesoro escondido» que, por avaricia o por patriotismo, nadie osará negar existe en el «lejano sur». Sin duda éste tiene ri­quezas que explotar. Pero si no lo están ya, no es porque el noventa y siete por ciento de los argentinos que han ido a residir a otra parte hayan sido tontos hasta hoy, sino porque es más costoso extraer ahí las riquezas que en el resto del país. Ya hemos criticado ese mito de los «espacios abiertos» en nuestro libro Argentina superpoblada. Respecto al futuro, las riquezas que sea rentable extraer del sur exigirán mucha inversión y poca población. Y no sería nada positivo acercar a esas zonas de posible desarrollo del sector primario y secundario una población terciaria, como es la propia de la administración central de un Estado, porque eso provoca una migración de la mano de obra a ese sector terciario (nunca al revés), y porque el trasplante de capitalidad consumiría inversiones que necesitan los demás sectores, y los recursos son dra­máticamente escasos.

En su empeño por convencer de que el plan de Viedma es una empresa patriótica, de todos, Alfon sin se atreve a insinuar que no se habría dado el conflicto de las Malvinas si el sur hubiera estado más poblado. Pero la nueva capitalidad, como ya hemos indicado, despoblaría aún más la zona. En incluso en la época de las cargas a la bayoneta, no era el número de soldados, sino la técnica y el equipo lo que daba la victoria; máxime en relación a unas islas a cuatrocientos kilómetros de la costa más cercana a ellas, que a su vez está a mil kilómetros de Viedma. Al relacionar Viedma con la paz en las Malvinas, e insistir en que el cambio de capitalidad costará menos que aquella guerra, Alfonsín revela sin querer lo mucho de politique­ría que tiene también su proyecto, como el de los militares: el apelar a una empresa patriótica para que el pueblo descuide sus problemas más acuciantes, y el gobierno de turno afiance su propio poder.

Alfonsín apoya también su propuesta afirmando que Viedma constituye el centro del país, al estar casi a la misma distancia del norte que del sur. «Olvida» que no es por un descuido, insistamos, el que casi toda la población argentina resida al norte de río Negro y de Viedma; y lo mismo ocurre en la veci­na Chile. Alfonsín actúa como sí, al medir un mono, teniendo en cuenta la distancia entre la punta del hocico y la de la cola, afirmara que, por estar matemática en la mitad, el centro del mono, su ombligo, es… el ano. Sería de risa si esto no estuviera encaminado a partir por la mitad el país, en el sentido más gra­ve, sociopolítíco, de la palabra.

Si la Argentina quiere dejar de ser el país dividido y enfrentado consigo mismo que ha sido desde su independencia, lo que constituye su gran debilidad, su verdadero «pecado original», y la raíz de sus mayores fracasos históricos; si quiere integrarse y tener su papel en el subcontinente latinoamericano, ha de dejar su «ensueño blanco» de ser la «Suramérica europea», y reconocer con orgullo su pluralismo cul­tural y racial, y colocar por tanto su capital en un sitio realmente equilibrado entre Buenos Aires y el interior. Lo indispensable, contra lo que dicen Alfonsín, no es buscar la identidad de la Argentina sureña», sino de toda la Argentina. «El país segregado y olvidado» no es sólo el tres por ciento de la población que vive al sur de río Negro, sino esa mayoría que no es de origen bonaerense. «La paz que aún no es definitiva y hay que consolidar» es la que debe existir entre los mismos argentinos, cuya división interna ha llevado al desastre de las Malvinas, como al de los golpismos y muchos otros más. El plan Viedma, lejos de ser una empresa patriótica, es la lógica y gravísima plasmaci6n de la esquizofrenia de un país que no se acepta como es, que busca una «pureza» blanca hacia las nieves polares, engañado por el espejismo de esa nueva y todavía más injusta y racista Campaña del Desierto contra la mayoría de su población. Y todo eso, por no dar la cara y reconocer las características reales de la mayoría de su pueblo, por no desear encontrar su Norte, por no querer integrarse en su continente latinoamericano, por negarse a tomar conciencia de su mestizaje cultural y racial. Retrocediendo hacia el callejón sin salida de Viedma, con una trágica ceguera respecto a sus pro­blemas reales, una vez más la Argentina huye de sí misma.