No: no basta gritar «¡Ateo! ¡ateo!» para entrar en el reino de la racionalidad y la laicidad. No es mejor ateo ni más lógico el más extremista, posición con la que no sólo no se llega a ninguna parte, sino que se provocan reacciones que nos hacen retroceder, de lo que tenemos en España demasiados trágicos ejemplos. El apoyar las más irracionales provocaciones, los más groseros insultos, es el ponerse a la altura y favorecer a los intereses de nuestros adversarios. Bien haríamos de aprender de lo que se hace en otros países, y aquí viene a propagar, por ejemplo, un Leo Bassi, que no en identificarnos y convertirnos en propagandistas de extremistas como Ramírez de Haro, autor de «Me cago en Dios», o un Moreno Montoya, con sus imágenes sexuales de íconos cristianos.
Porque una cosa es comprender esas groseras reacciones y desahogos ante la opresión clerical, y el defender su derecho de expresión, y otra muy, pero que muy distinta es aplaudirlas y difundirlas por cuenta nuestra, como si fueran iguales que nuestros razonamientos y proyectos intelectuales. Esa obcecación llega al punto de no comprender que en una sociedad democrática, civilizada, se puede y deber permitir la libertad de expresión también a esas personas, pero en modo alguna apoyarla con dinero público, al ofender directa y gratuitamente a una parte de la población. El no comprenderlo impide que el movimiento ateo e incluso el laicista no tengan en España la extensión y fuerza que muchos datos convergentes muestran que debiera ya tener.
Por esa razón pragmática de eficacia, si no por motivos más, digamos, humanistas, debiéramos abstenernos de ceder a lo que puede pedirnos el cuerpo a quienes hemos sufrido tanto y tanto tiempo la opresión interna o externa de esa ideología religiosa. Porque apoyar positivamente esos extremos suscitará quizá la sonrisa cómplice de algunos correligionarios ateos, pero ciertamente también el rechazo de muchos —religiosos o no- y excitará el tan dañino fanatismo de algunos mártires, cruzados, inquisidores y similares. Con amigos como Ramírez de Haro y Moreno Montoya, no necesitamos enemigos. El empeño en defender, hasta poner en primera línea, los elementos menos presentables, e incluso los impresentables, que dicen estar de nuestra parte, constituyen una mezcla de orgulloso «trágala» y autodestructivo masoquismo.