¡Adelante! ¡Vive el cielo
que no ha de quedar bajo el sol
ni un sarraceno traidor
que no sucumba al acero
que empuñáis diestros fieros
con vuestro invicto valor!
¡Adelante, mis leales caballeros,
que paguen cara la saña
con que entraron en España
los malditos sarracenos!
¡Que atónito el mundo entero
recuerde nuestras hazañas!”
Así a su hueste arengaba
desde su inquieto bridón,
en la siniestra el pendón
y en la diestra argéntea espada,
Diego Arias, que mandaba
a las tropas de Aragón.
Avanza rauda la ingente tropa
que al son de veloces corceles galopa
por la ancha tierra, con ímpetu tal,
que ni ríos, ni muros, ni fuertes vallados,
ni montes, ni fosas, ni altos collados,
su rumbo fijado consiguen cambiar.
No cesan los sueltos bridones su loca carrera,
sus ágiles músculos de acero asemejan
y sus fuertes jinetes del mismo metal;
por sus cuerpos potentes el tibio sudor
resbala y reluce a los rayos del sol
que cual ígneas espuelas aguijan su marcha brutal.
A su paso los pueblos más fuertes se esconden
y las bestias más fieras del llano y del monte
escapan veloces con miedo cerval;
las lomas allanan, los ríos desecan,
los árboles descuajan, las cimas rellenan
y reducen los fértiles huertos a yermo arenal.