A ti, la verdiblanca
Iglesilla de mi pueblo,
Porque guardas al Señor
¡Qué envidia, qué envidia tengo!
Ser mi nariz quisiera
La que envolviera tu seno
En mil sencillos perfumes
De tomillo y de romero;
Y en mansa, suave brisa
Trocar quisiera mi aliento,
Para refrescar tus muros
Del cálido y voluble beso
De los rayos que mis ojos
Mandarían a tu techo.
Y quisiera que mis piernas
Fueran el hondo cimiento
Donde se asentaran firmes
Las paredes de mi cuerpo.
Y trocar la mi cabeza
En tu humilde baptisterio,
y mis dedos en diez ciriales
Consumidos por el fuego
En amoroso holocausto
Al Señor amante y bueno
Que estuviera en el Sagrario
Palpitante de mi pecho.