Tengo la mejor noticia posible para los argentinos: la solución de sus gravísimos problemas no está en un nuevo y aún más catastrófico préstamo del Banco Mundial, o en más inversiones extranjeras, sino, fundamentalmente, se encuentra en sus propias manos, depende de ellos mismos. Claro está que “diciendo las verdades, se pierden las amistades”, y es poco probable que acepten esta solución, tan saludable y medicinal como amarga, quienes se sienten impecables, superiores a los demás, a los que pueden achacar así alegremente todos los males que padece su país. Si otras naciones sucumben a la locura de creerse “el pueblo elegido”, como Sharon y Bin Laden, o de afirmar que “Dios está con nosotros”, como Hitler y Bush, los argentinos dan un paso más, creyendo que “Dios es argentino”.
Una triste anécdota, aquí y ahora, ilustra este hecho. En la concentración en favor de Argentina en la Puerta del Sol de Madrid, el pasado 3 de febrero, unos argentinos exaltados destruyeron la pancarta que decía: “Juzgar a todos los milicos locos”; porque, gritaban, es exculpatoria de los militares golpistas, que no son locos, sino asesinos. En vano quien la llevaba, un sociólogo español, con varios libros escritos sobre Argentina, intentó razonar con ellos, explicarles que lo de ”locos” incluía lo de asesinos, y así se había entendido en otras manifestaciones a las que la había llevado. “¿Cómo colaborar, concluía después el afectado, con quienes se sienten tan superiores a los demás que se niegan a escuchar y violentan incluso a quienes pretenden solidarizarse con ellos?”.